El buen fotógrafo es el que pasa desapercibido, el que atestigua sin afán de protagonismo, el que introduce su ojo hasta en los sucesos más vulgares, considera Rodrigo Moya, un romántico de la fotografía de 80 años al que le desagradan las exposiciones, adora el cuarto oscuro y recuerda los 14 años de vaivenes periodísticos en los que retrató la pobreza y las guerrillas de América Latina del siglo pasado, aunque también congeló a personajes como Gabriel García Márquez, Ernesto Che Guevara, Juan Soriano, David Alfaro Siqueiros, María Félix, Diego Rivera, Fanny Cano, Carlos Fuentes, Emilio Fernández, Oscar Lewis y Pedro Miret.
Moya cree que el problema de la fotografía actual es que, con el avance tecnológico, los fotógrafos ya no se esfuerzan en interpretar la realidad. El secreto de una buena imagen, dice, está en la simplicidad de la regla: ver algo, sentirlo, interpretarlo, captarlo y transmitirlo a los demás. Se considera a sí mismo "un fotógrafo de infantería". Que las medallas, loas y homenajes se las dediquen a los generales, "a mí me queda grande el guarache", bromea. La solemnidad, apunta, no es lo suyo. Menos las exposiciones, a las que considera "etéreas y poco trascendentes para el espectador".
Sin embargo, ser poseedor de uno de los archivos fotográficos más vastos del país lo condujo a ser uno de los protagonistas del próximo Festival Internacional Cervantino (FIC), donde recibirá un homenaje con dos eventos: la retrospectiva Tiempos tangibles y la muestra Célebres y anónimos, curadas por su propia esposa Susan Flaherty, con quien vive desde hace 32 años.
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"Haciendo un acto de vanidad terrible, me di cuenta que fui un buen fotógrafo con mucha pasión. Hasta a las cosas más vulgares, como un bautizo, les buscaba un ángulo. Me volví un obsesivo de la imagen. Apenas empiezo a entender lo que significa mi fotografía", comenta Moya en el jardín de su casa de Cuernavaca, el hogar donde, nostálgico, recuerda los andares callejeros con Manuel Álvarez Bravo, Guillermo Angulo y Nacho López, tres iconos de la fotografía con quienes compartió vivencias pero discrepó en ideologías. Porque el arte de la lente, dice, siempre estuvo, está y estará influenciado por la educación, la cultura y la familia. "Mi fotografía tiene una marca social, fui educado en escuelas cardenistas", comparte.
¿El arte de la lente? No, detesta llamarle así a algo que realizó durante tanto tiempo como un oficio cualquiera, que incluso tuvo que dejar porque no le alcanzaba para mantener a su familia. También se muestra renuente al concepto de obra fotográfica: "Es trabajo fotográfico y ya". Por eso discrepa de Pedro Meyer y sus cursos de narrativa de la imagen. "Él es un buen empresario, pero lo mío era la emoción, el movimiento. Mi fotografía es muy brusca y bronca porque me metí entre la gente, en la pobreza, en los barrios, en las guerras, en lo que yo llamo la nata de la ciudad", sostiene.
Influenciado por los fotógrafos de la Farm Security Administration que creó Roosevelt en 1935 para solucionar y documentar la miseria que dejó la Gran Depresión, Rodrigo Moya se obsesionó con retratar la vida común, sobre todo la de los pobres, un mundo que, dice, le picó las entrañas. "Es importante fotografiar emocionado. Y cuando se trata de rostros lo es aún más. Tengo una foto que se llama Che Guevara nostálgico, en la que retrato a un comandante más próximo a la gente, más humano", afirma mientras contempla asombrado la cantidad de flashes que rebotan en sus ojos que cada día ven menos. "En mis tiempos no disparábamos tanto", dice.
"Antes los fotógrafos éramos una bola de barbajanes. Filosofábamos en la cantina, proveníamos de clases bajas y conseguíamos nuestro equipo a través de trueques en el mercado negro. Hoy las nuevas generaciones son de clases acomodadas, son cosmopolitas y pertenecen más bien a un círculo artístico. Quizás por eso antes veíamos la vida con más intensidad", señala.
Rodrigo Moya descansaba en su departamento de la colonia Condesa cuando, de pronto, escuchó el timbre. Era su amigo Gabriel García Márquez con un enorme hematoma en el ojo izquierdo, acompañado por su esposa Mercedes Barcha.
El escritor le pidió que lo fotografiara para dar testimonio del puñetazo que, dos días antes, le había propinado Mario Vargas Llosa. Sin embargo, no dio los pormenores de la pelea. Entonces Moya optó por guardar silencio y respetar la decisión de su amigo, a quien conoció desde muy joven.
"Gabo era un buen amigo. Me decía Flaco. Nos conocimos gracias a mi mamá, que también era colombiana. Gabriel iba a nuestra casa a comer cuando todavía no tenía fama y era pobre. Comimos con él semanas antes de que muriera, él hizo los espaguetis. Lo recuerdo con un gran afecto", rememora el fotógrafo, quien, al igual que García Márquez, era colombiano (aunque se nacionalizó mexicano).
El ojo morado pasaría a la historia, y su fotografía más, la cual fue publicada recientemente y sin permiso en la revista Rolling Stone. "Mi esposa habló y pidió una explicación. Al final nos dieron una lana. Es lamentable que en México no se acostumbre pagar por las fotografías", comenta.
Las fotografías de personalidades no son las que más le emocionan a Moya. Se esfuerza más por relatar lo que le sucedió, por ejemplo, en la invasión estadounidense a República Dominicana, en abril de 1965. "Fui el primer periodista en ingresar al conflicto de manera independiente, sin necesidad de viajar con las tropas gringas", recuerda consciente de vivir en un mundo de sombras sin memoria, donde reina la tecnología y la inmediatez informativa. "Me espanta un poco, a veces creo que hay un poco de farsa en esto, pero estoy enamorado de YouTube, apenas ayer me enteré de la Masacre de Nankín en un video", dice al mirar un smartphone.
Admirador de los tangos de Piazzolla y Gardel, así como de las canciones de Óscar Chávez ("mi gran amigo"), a Rodrigo Moya sólo le faltó retratar el grupo donde creció: la clase media. "Quizás nunca lo hice porque era muy antisocial. Siempre preferí estar aislado, en el lumpen, entre los pobres".
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