Donald Trump puede ser restringido, en lo que hace, si no siempre en lo que dice. Hacer que el presidente cambie de opinión es algo completamente diferente. Así describe una figura de alto rango en la administración estadounidense la lucha constante entre el Trump y los 'adultos' de su gabinete acerca de la dirección de la política exterior estadounidense.
Tomemos un ejemplo. El Presidente de Estados Unidos ha aceptado, aunque a regañadientes, que no puede reautorizar la tortura en los interrogatorios de terroristas ni de combatientes enemigos. James Mattis simplemente dijo "No". No funciona y es aborrecible en los valores estadounidenses, argumentó el secretario de Defensa. Trump ha obedecido, pero nadie en la Casa Blanca duda que todavía él piense que la tortura funciona.
Lo mismo puede decirse de la actitud del Presidente hacia las alianzas. De vez en cuando, Mattis o el general H.R. McMaster, el consejero de seguridad nacional, lo persuaden de volver a comprometerse con las disposiciones de defensa mutua en el corazón de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) o en los tratados bilaterales con Japón y Corea del Sur que han garantizado la paz en Asia Oriental. Pero no lo han persuadido en relación con el valor de esas alianzas como multiplicadores del poder estadounidense.
La relación con Rusia se encuentra en la misma categoría. Trump quisiera lograr un acuerdo con Vladimir Putin cuando los dos líderes se reúnan durante el encuentro de esta semana de los líderes del Grupo de los 20 (G20) en Hamburgo. Las probabilidades son que los 'adultos' del gabinete bloqueen cualquier asunto sustantivo, aunque nada se puede descartar con un presidente tan volátil y tan carente de sustancia. Lo que los funcionarios militares y los asesores no pueden lograr es cambiar la visión del mundo de Trump.
Las múltiples investigaciones de la interferencia de Rusia en las elecciones de EU y de la posible colusión con la campaña de Trump no han disminuido el entusiasmo del presidente estadounidense con respecto a su homólogo ruso. Si dependiera de él, Trump levantaría las sanciones estadounidenses impuestas después de la invasión rusa de Ucrania a cambio de la colaboración de Putin en Siria, y de la aquiescencia del Kremlin en relación con los esfuerzos estadounidenses para contener a Irán.
La indiferencia de Trump ante el destino de Ucrania quedó patente durante su reunión en mayo con Sergei Lavrov, el ministro ruso de Asuntos Exteriores, en la Casa Blanca. El Presidente explicó que quería que Moscú negociara con Kiev, principalmente porque otros en Washington — incluyendo al Congreso y al Departamento de Estado — estaban aferrados a los acuerdos de paz de Minsk. Los valores occidentales compartidos, la preservación de la integridad territorial de Ucrania, la disuasión del revanchismo ruso: éstas no son cuestiones que capturan la atención de Trump.
Mientras que el enfoque de Trump está moldeado por impulsos y prejuicios, Putin tiene una gran estrategia. El presidente estadounidense arrebata el poder; el líder ruso lo entiende. Sí, Putin es oportunista, pero tiene un propósito. En una conferencia a principios de este año, escuché a uno de los más inteligentes analistas de la política exterior de Moscú presentar la estrategia.
Ya fuera en referencia con la anexión de Crimea, con la invasión de Ucrania oriental, con el intervencionismo en Siria y, más recientemente, con Libia, explicó este erudito, las acciones de Putin tenían un único y sencillo objetivo. El orden internacional posterior a la Guerra Fría le había otorgado una primacía incontestada a EU. Washington había hecho lo que le parecía en los Balcanes, en Afganistán, en Irak y en Libia, dejando a un lado cualquier objeción por parte de Moscú. Al reaccionar en contra de EU en el Medio Oriente y reclamar el antiguo espacio soviético en Europa, Putin ahora está constantemente desafiando ese orden.
La estrategia consiste en degradar y finalmente desmantelar el acuerdo, liderado por EU, implementado después de la Guerra Fría, y reemplazarlo con un sistema internacional basado en la supremacía de poder y en las hegemonías regionales. En el Occidente, el acuerdo establecido en el Congreso de Viena en 1815, con sus esferas de influencia y su equilibrio de gran poder, se trata sólo de otra pieza de la historia. Para el Kremlin, ofrece un modelo para las relaciones internacionales de hoy día.
Lo que Putin jamás se hubiera imaginado es que encontraría un colaborador tan dispuesto en la Casa Blanca. Trump comparte la visión global del Kremlin. Por supuesto, de vez en cuando hará alguna vana declaración en relación con las responsabilidades globales de EU, pero, al igual que Putin, él es un nacionalista, no un globalista. Los aliados ahora entienden que no se podría confiar en el actual presidente estadounidense durante un momento de crisis.
Las alianzas, reglas e instituciones del viejo orden se diseñaron para proveer protecciones tanto para los débiles como para los fuertes. Trump no está más interesado que Putin en darle voz y voto a los débiles. La impactante ironía elude al presidente estadounidense: al robustamente defender su postura de "EU Primero", Trump ha voluntariamente cedido el poder y el prestigio estadounidenses acumulados durante 70 años.
Financial Times