¿Cómo manejan y cómo deberían manejar las empresas el fracaso? Los empleadores a menudo hablan de capacitar a las personas a asumir riesgos y aprender de los errores. Sin embargo, pocas organizaciones saben cómo hablar acerca del fracaso cuando sucede, y menos aún cómo aprender de él –como lo ilustran las consecuencias de la crisis bancaria, los costosísimos proyectos de tecnología de la información que exceden sus presupuestos y los numerosos lanzamientos fallidos de nuevos productos.
Algunas empresas pueden carecer de las capacidades para investigar lo que salió mal; otros ni siquiera intentan. "Si un lado de la empresa está ganando mucho dinero y el otro está generando pérdidas más pequeñas que pueden absorberse fácilmente, la actitud frecuentemente es: '¿para qué preocuparse tanto?'", dice Jan Hagen, profesor asociado y experto en gestión del fracaso de la European School of Management and Technology.
El señalar lo que no funciona puede hacer que los individuos sean impopulares, así como el advertir que se aproximan cierto trastornos que otros prefieren ignorar. Sin embargo, entre las organizaciones que toman la gestión de errores en serio –como las compañías aéreas y de la salud– un cúmulo de pruebas está demostrando que cuando la gente habla abiertamente de sus errores, la moral y el rendimiento mejoran.
Amy Edmondson, profesora de Harvard Business School, ha identificado tres tipos de fracasos: los deslices y descuidos prevenibles; los contratiempos que surgen a raíz de situaciones impredecibles y complejas, y fracasos exploratorios que merecen estimularse como parte del proceso creativo. Todos requieren un manejo diferente, pero a menudo producen una respuesta inapropiada.
Un ejemplo citado a veces es 3M. La compañía utilizó una técnica diseñada para eliminar los defectos y los costos de producción en todas sus operaciones, incluyendo sus laboratorios de investigación. Los beneficios a corto plazo mejoraron. Pero se comentó que sus científicos perdieron el deseo de trabajar en experimentos especulativos, reduciendo así las posibilidades de un descubrimiento significativo.
Al confrontar derrotas creativas, individuos y equipos no sólo se acercan a sus metas, sino que al mantener un registro de las fallas y discutir acerca de lo que salió mal y por qué, pueden ayudar a revelar oportunidades para mejorar procesos y formaciones, reduciendo la probabilidad de repetir errores.
Sin embargo, si se espera que los empleados hablen acerca de sus errores, ellos necesitan saber que es seguro hacerlo. Pero si no hay represalias, ¿qué impide que los empleados bajen su rendimiento?
Desde hace más de una década, la industria de la aviación ha tratado con el dilema de cómo terminar el juego de la culpa, sin por ello aprobar la laxitud. Después de experimentar con diferentes maneras de reportar libremente sin temor a sanciones, muchas aerolíneas utilizan ahora un sistema llamado "Just Culture" (cultura de equidad), obligando a los empleados a reportar cualquier error que cometan inadvertidamente – como exceder un límite de velocidad, por ejemplo.
El quid pro quo es que los empleados que se auto-reporten no serán sancionados, aunque pueden recibir entrenamiento adicional. Pero hay algunas acciones –como romper deliberadamente las normas– para las cuales no se aceptarán deslices. El objetivo es aprender de los errores, y no dejar que los que incumplen las normas escapen las consecuencias.
Para algunas organizaciones, aprender de los fracasos implica cambiar el idioma utilizado para analizar lo que salió mal. En 1999 Julie Morath, un especialista de la salud, se incorporó al Children's Hospitals and Clinics of Minnesota con el mandato de mejorar la seguridad del paciente. Ahí se encontró con la clásica cultura de la culpa en la que los individuos raramente admitían sus errores por miedo a convertirse en chivos expiatorios. Ella entrenó personas a investigar sin apuntar con el dedo. Ahora, como CEO del Hospital Quality Institute en California, recomienda formular preguntas neutras, como "¿qué pasó?", en lugar de críticas, como "¿quién lo hizo?"
Los fracasos graves son a menudo el último eslabón en una cadena de errores más pequeños –como asignar la persona equivocada a un trabajo, no supervisar, etcétera– que se acumulan de manera catastrófica. Pueden parecer inevitables; pero en cualquier momento alguien pudiera haber intervenido. Simplemente se requiere que la gente actúe cuando ven a otros, incluyendo sus jefes, cometiendo errores. Y ahí está el problema. Como el Profesor Hagen observa: a medida que suben los individuos en la jerarquía, más tienden a confiar en su propio juicio y los demás menos tienden a cuestionarlos.
No hay soluciones rápidas, pero las organizaciones pueden tomar medidas para alentar a las personas a expresarse libremente. Para empezar, dice el Profesor Hagen, los altos líderes pueden abandonar la pretensión de infalibilidad y hablar de "las veces que se equivocaron" en lugar de sólo hablar de sus éxitos. El aplaudir públicamente a los empleados que suenan la alarma envía un mensaje de que la responsabilidad por prevenir errores es compartida por todos. En Children's Hospital, la Sra. Morath introdujo "el premio a la intervención acertada", recompensando a los empleados que evitaron percances al cuestionar situaciones dudosas.
Del mismo modo, para arraigar la cultura del aprendizaje se requiere el liderazgo adecuado. En lugar de sólo promover a los egos más fuertes, aconseja Andreas Hummel, jefe de gestión de calidad en BMW, hay que promover a quienes están "abiertos a la retroalimentación y hablan abiertamente acerca de sus fracasos".
Las organizaciones también tienen que pensar cuidadosamente acerca de cómo miden el éxito. Por ejemplo, los prototipos deben ser diseñados para empujar los límites, y no para funcionar a la perfección.
¿Es hora de aceptar el fracaso con tanto entusiasmo como el éxito? Aquí algunos instan a la precaución.
Eli Lilly solía tener "fiestas de los fracasos" para homenajear a los autores de posibles tratamientos potenciales que fallaron en las pruebas. La farmacéutica posteriormente se dio cuenta de que esto era mala psicología de la motivación, ya que sus científicos no apreciaban ver cómo sus mejores esfuerzos se exhibían como fracasos a la vista de todos.
Hoy en día, dice Andrew Dahlem, director de operaciones de los laboratorios de investigación de Eli Lilly, la empresa ya no celebra el fracaso por sí mismo. En cambio, aplaude a aquellos investigadores que suman al acervo de los conocimientos, ya sea confirmando –o derribando – una teoría.
Financial Times