Directores ejecutivos: es hora de callarse. Su pública pretensión y ruidoso cabildeo no están ganando la batalla por restaurar la confianza en los negocios. De hecho, incluso puede que estén ayudando a perderla.
En la víspera del Foro Económico Mundial de Davos —un espacio seguro en el que muchos directores ejecutivos pueden opinar sobre el estado del mundo— su credibilidad está bajo fuego. Repetidos escándalos (Volkswagen estuvo de vuelta en la primera página la semana pasada); protestas por pago excesivo; e incidentes diarios relacionados con una falta de respeto de la que son objeto los empleados, son todos factores que menoscaban la imagen de un director ejecutivo. Y esto es casi una década después de los primeros ominosos rumores de la crisis financiera que arruinaron la confianza en los negocios, y a pesar de múltiples esfuerzos bien intencionados y de arriba hacia abajo para salvar la confianza.
Los líderes empresariales deben establecer las pautas de cómo sus organizaciones se comportan y evolucionan. Si ellos son lo suficientemente seguros como para gritar públicamente sus éxitos en la creación de una cultura positiva, eso siempre me ha parecido una buena señal. Pero cada vez me preocupa más que las intervenciones públicas de los altos ejecutivos empeoran las cosas, en lugar de mejorarlas.
La más reciente edición del Barómetro de confianza de la consultora Edelman, publicada esta semana, sólo acentúa mi preocupación. Una vez más, la encuesta indica que la "brecha de confianza" se ha ampliado. La confianza en los medios de comunicación, en las empresas, en el gobierno y en las instituciones no gubernamentales ha disminuido entre las masas, especialmente en EU, en el Reino Unido y en Francia. Los niveles de confianza del 15 por ciento de los encuestados apodados "el público informado" se han estancado. Incluso estos individuos —educados en la universidad, conocedores de los medios de comunicación y de altos recursos— están perdiendo la fe en el sistema.
La encuesta del año pasado apuntó proféticamente a la enorme brecha como una de las razones por las que los políticos populistas estaban prosperando. Yo solía justificar prestar atención a la cumbre de Davos porque, incluso si el consenso logrado en el complejo vacacional suizo estaba equivocado, esta equivocación proporcionaba información sobre cómo los líderes mundiales se conducirían durante el año siguiente.
Después de que varias elecciones en 2016 entregaran mayor autoridad e influencia a personas fuera del habitual círculo alpino de ansiosos y excesivos pensadores, incluso esa deprimentemente modesta presunción parece precaria.
Los directores ejecutivos, sin embargo, siguen siendo príncipes y princesas en sus propias ciudadelas corporativas. Su autoridad puede ser objeto de críticas en la cafetería, de chisme por parte del personal o de burla en el taller, pero ellos no están sujetos al desafío electoral. El peligro es que usan ese poder para fanfarronear. En su lugar, deben desviar sus esfuerzos hacia la dura, y a menudo poco reconocida, labor de convertir a sus empleados en sus más grandes admiradores.
Una razón para hacerlo es que, mientras la credibilidad de los directores ejecutivos disminuyó en todos los países que Edelman estudió, los empleados nuevamente surgieron como los portavoces más confiables y honestos de las compañías en todas las categorías, desde cómo se les trataba hasta problemas de la industria, la innovación y el desempeño financiero.
Los líderes corporativos debieran desafiar el cinismo acerca del propósito para reforzar un sentimiento positivo del porqué la gente viene a trabajar, y vincular esa energía a las comunidades locales que afectan.
"Vivimos en sociedades y sólo podemos prosperar si la sociedad que nos rodea está en armonía", me dijo la semana pasada un director ejecutivo de una multinacional.
Hacer declaraciones públicas de ese estilo representa la parte fácil. Dar un paso atrás para alentar al personal a dar un paso al frente es mucho más difícil.
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