Financial Times

No es una tienda de Gucci, es un museo de arte moderno en Arles

Esta surgiendo la tendencia de que los multimillonarios eludan sus donaciones a alguna institución para tener una nueva ala nombrada en su honor: museos de arte moderno.

De vacaciones la semana pasada, yo fui a ver una retrospectiva de los artistas británicos Gilbert y George en un cobertizo industrial al lado de una resplandeciente torre diseñada por un arquitecto mundialmente celebrado. París, Nueva York, Londres, Berlín; yo podía haber estado en cualquier parte.

Da la casualidad de que no se trataba de ninguna de las anteriores ciudades. Ni siquiera era un museo en una ciudad global, una de las muchas que utilizan el arte contemporáneo para darse una identidad de deseable centro cultural en donde vivir. Estaba en Arles, la ciudad de 50 mil habitantes en el sur de Francia donde Vincent van Gogh pasó un magnífico, pero angustioso, año pintando antes de ser admitido en un manicomio en 1889.

Arles sirve de sede a un festival internacional de fotografía que ha atraído visitantes cada verano desde 1970. Actualmente, medio socio y medio rival, el campus de arte Luma Arles se está levantando en un extremo de la ciudad, repartido en 6 hectáreas de antiguos cobertizos ferroviarios y de fundiciones, con una torre diseñada por Frank Gehry para darle el toque final. La industria ferroviaria se ha perdido y otra -el negocio global del arte- la está reemplazando.

Una cosa curiosa que comparte el Luma Arles con otros museos de arte y campus financiados por multimillonarios es su familiaridad. Ha adoptado la arquitectura vernácula del Tate Modern en Londres, del Museo de Orsay en París y de otros sitios similares a tal grado que se siente indistinguible. Los vastos edificios han sido meticulosamente convertidos para ajustarse a su nuevo propósito; lo local se ha convertido en global.

Parte de esto es inevitable; sería más romántico colgar cuadros en almacenes abandonados, evocando los poco glamorosos distritos en los que los artistas solían trabajar cuando eran baratos. Para cuando se ha filtrado la luz del día, se han instalado los sistemas de seguridad para proteger el valioso inventario, y se han ajustado los caros sistemas de control del clima, el resultado es costoso e inmaculadamente insípido.

Pero da la sensación de visitar museos de arte moderno incómodamente parecidos a la industria del lujo, con la cual el arte está estrechamente alineado. Similares tiendas insignia de Louis Vuitton y de Gucci, arregladas y relucientes, están plantadas en las principales zonas de compras en Hong Kong, en Los Ángeles o en Dubái. Los renovados almacenes y centrales eléctricas se han convertido en el equivalente del mundo del arte.

Una segunda curiosidad es que el Luma Arles no es una filial regional de un museo establecido, como lo es el Museo Guggenheim Bilbao o el Louvre Abu Dabi. Es parte de la tendencia de los multimillonarios a eludir las donaciones a una institución para tener una nueva ala nombrada en su honor. Estos multimillonarios, en cambio, quieren construirlo todo ellos mismos.

Las mujeres son las más prominentes entre los magnates del arte moderno. El Luma Arles es la creación de Maja Hoffmann, una heredera de la fortuna farmacéutica Hoffmann-La Roche. La Fundación Luma detrás del museo lleva el nombre de sus hijos Lucas y Marina, y ella ha donado al menos 100 millones de euros para comprar tierras, para financiar la renovación y para construir la torre Gehry; y, por consiguiente, para transformar Arles.

Miuccia Prada, la diseñadora de moda italiana, estableció la Fundación Prada con su esposo y socio comercial, Patrizio Bertelli. Su fundación exhibe obras no sólo en un palacio en el Gran Canal de Venecia, sino en un campus de arte construido en una destilería abandonada de Milán. Ésta última ubicación, remodelada por el arquitecto Rem Koolhaas, es más grande que muchos museos de arte públicos.

El peligro obvio -que una persona adinerada y de férrea voluntad imponga sus excéntricos gustos- no ha arruinado tales proyectos hasta el momento. Hoffmann es una sofisticada donante de arte y coleccionista. Ella concibió el Luma Arles con la colaboración de un "grupo central" de cinco artistas y curadores, incluyendo a Hans-Ulrich Obrist, el director artístico de Serpentine Galleries en Londres.

El problema es justamente lo contrario. El negocio del arte se ha vuelto tan grande y tan globalizado -a través de la expansión de museos, casas de subastas y galerías privadas- que su estética se ha convertido en una mercancía. Si se aspira a ser el nuevo Henry Clay Frick (el industrial y mecenas del arte estadounidense del siglo XIX), ya existe una cadena de suministro global de arquitectos y de curadores ansiosos de hacerlo realidad.

La pregunta es, ¿para qué sirve todo esto? Una respuesta es para la regeneración urbana, algo parecido al 'efecto Guggenheim' en Bilbao. El arte atrae al turismo útil: personas con dinero que se quedan en hoteles, comen en restaurantes, etc.

En términos artísticos, sin embargo, se siente como 'más de lo mismo'. Los museos públicos se han extendido por todo el mundo de acuerdo con una fórmula, y ahora los adinerados mecenas pueden utilizarla ellos mismos. Eso es franquiciar, no individualidad.

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