Entre los pocos ganadores de la victoria electoral de Donald Trump se encuentra el presidente chino Xi Jinping. Esto puede no parecer obvio conforme los dos dirigentes se reúnen en la llamada Casa Blanca de invierno en Mar-a-Lago, en Florida. Trump necesita desahogar algunas cosas: el comercio, Corea del Norte y, probablemente, el Mar de China Meridional. Sin embargo, cualquier incomodidad a corto plazo para el presidente chino, debe medirse contra la ganancia estratégica a largo plazo para Beijing.
Para un presidente estadounidense que es un narcisista, este primer encuentro con su homólogo chino es un momento para demostrar que puede ser fuerte. La bravuconería tiene sus desventajas. Se ha visto obligado a retroceder de un primer reto a la reclamación de China sobre Taiwán. La promesa de campaña de acusar a Beijing de manipulación de la moneda en el proceso de desarrollo de su enorme superávit comercial también ha sido puesta a un lado. Pero Trump necesita obtener algo sobre el comercio. La decisión inteligente para Xi sería ofrecerle por lo menos una modesta victoria.
Antes de las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre, las autoridades chinas favorecían a Hillary Clinton. Aunque su papel en el "pivote" hacia Asia de Barack Obama suscitó hostilidad, así como su insistencia en plantear el problema de los derechos humanos, consideraron que Clinton era predecible. Beijing valora la previsibilidad, y más este año conforme el Sr. Xi trata de afianzar su poder en el 19º Congreso Nacional del partido comunista.
Así que la victoria de Trump basada en una plataforma de nacionalismo económico y una aparente voluntad de arrojar por la borda los antiguos entendimientos en las relaciones sino-estadounidenses hizo que Beijing inicialmente atravesara un período de ajuste. Sin embargo, fue Trump quien parpadeó. Su readmisión de la política de "una sola China" hacia Taiwán ha dado pie a que Beijing desde entonces construya relaciones con la Casa Blanca, en particular con su yerno Jared Kushner. Dado el esfuerzo que China le dedica a este tipo de cumbres, sería una sorpresa si el Sr. Xi no sugiriera alguna manera de progresar en cuanto al comercio.
Más allá de evitar las turbulencias a corto plazo, Beijing tiene mucho que ganar de un desenlace amistoso. A pesar de toda la retórica sobre "EU primero", la cosmovisión de Trump no es muy diferente a la de su huésped. No hace mucho tiempo, EU estaba presionando a Beijing para que fuera un participante responsable en un sistema internacional creado y dirigido por Washington. Pero Trump, al igual que el Sr. Xi, es un nacionalista, que desconoce el "globalismo" en favor del americanismo.
Cierto, la presión de los adultos en su gabinete lo ha convencido de moderar parte del desdén por las alianzas tradicionales de Washington. La figura clave ha sido James Mattis, el exgeneral convertido en secretario de defensa. Fue Mattis quien viajó a Tokio y Seúl para tranquilizar a Japón y Corea del Sur sobre un compromiso perdurable con las alianzas bilaterales. También fue fundamental en persuadir al Presidente en cuanto a que la OTAN no está obsoleta. El secretario de Defensa también está molesto porque Europa no cubre sus gastos. Sin embargo, entiende que el sistema de alianzas ha sido una fuente permanente de poder para EU. Es lo que diferencia a EU de China y Rusia.
El problema radica en la visión transaccional del mundo que tiene Trump. Él prefiere los tratos a algo necesariamente poco definido como es el liderazgo mundial. De ahí la decisión de repudiar el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP), un acuerdo comercial que habría detenido la creciente influencia económica de Beijing en el Pacífico occidental y que le habría dado a Washington un apalancamiento estratégico importante.
No está claro cuánta influencia tiene Beijing sobre el caprichoso Kim; ni que EU se arriesgaría a una guerra en la península coreana para anticiparse a la amenaza nuclear. Pero si Xi es serio en cuanto al establecimiento de su nuevo modelo de relaciones entre las grandes potencias, Corea del Norte le presenta una prueba inevitable.
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Financial Times