Según escribió el filósofo Umberto Eco existen señales claras para identificar al fascismo, como el culto a la tradición y el rechazo a lo moderno, miedo a la diferencia: racista por definición.
"No hacen nada. Más de mil millones de dólares al año estamos gastando en ellos", declaró en la campaña reciente Jair Bolsonario, el casi seguro próximo presidente de Brasil, sobre sus ciudadanos con ascendencia africana.
Bolsonaro un ultraderechista de tradición militar ganó la primera ronda de las elecciones de Brasil y disputará la presidencia en una segunda vuelta, el próximo 28 de octubre.
Sus dichos públicos, personales y directos lo revelan como un fascista si se considera la definición de Eco. "Sería incapaz de amar un hijo homosexual. No voy a ser hipócrita aquí. Prefiero que un hijo mío muera en un accidente a que aparezca con un bigotudo por ahí" (2011, entrevista con una revista local de Río).
Se convirtió en evangélico, en manos de un pastor, diputado y cristiano, con una ceremonia en el río Jordán, en Israel, lo que le atrajo las simpatías de al menos 50 millones de brasileños que profesan las creencias pentecostales, así como a los millones más que añoran la dictadura militar. "Estoy a favor de la tortura. Y el pueblo está a favor también", declaraba desde 1999, durante una entrevista televisiva.
Un fascista, abunda el escritor italiano, "se aprovecha de la frustración social, seduce a las clases medias golpeadas por las crisis económicas y los ajetreos políticos, se obsesiona con el complot; atemoriza de un peligro, y para ello recurre a la xenofobia, desprecia a la mujer y es intolerante con los homosexuales".
Un fascista entonces: "El hijo empieza a mostrarse amanerado, gay, cambia su comportamiento…, menos mal que me dieron unos chirlos de chico, mi padre me enseñó a ser hombre". "No voy a combatir ni discriminar, pero si veo a dos hombres besándose en la calle los voy a golpear" (2002, en entrevista).
Y ha repetido muy seguido: "Tuve cuatro hijos y en un momento de debilidad, tuve una hija", bromeó en referencia a sus propios hijos, todos son parte de su equipo y uno incluso diputado en el Congreso.
Preferido por el 46 por ciento de los votos, Bolsonaro, de 63 años, ha acudido a un lenguaje que desprecian, y no consideran amenazante, los de la cúpula política, ni los centristas de Fernando Henrique Cardoso o los del centro izquierda de Inácio Lula Da Silva, creían que llegaría a tanto. "Deberían haber sido fusilados unos 30 mil corruptos, empezando por el presidente Fernando Henrique Cardoso", ya refería desde 1999.
Pero el racista, xenófobo, con discurso de barrio bajo, supo recoger para su beneficio el reclamo y las actitudes de rabia de millones de brasileños contra los gobiernos del Partido del Trabajo (PT) – a quienes se les reclama la irregular redistribución en uno de los países más desiguales del mundo–. Ha sabido canalizar el reclamo contra programas como Bolsa Familia, que para los de clase media sólo son asistencialismo populachero.
El exmilitar ha transformado el chiste políticamente incorrecto –misógino, homófobo, racista, en contra de mujeres, gays, indígenas o medioambientalistas– en un arma política, en la medida de un subtexto facilón que alienta la discusión, el rechazo, la burla, pero que sin duda llama la atención.
"Defiendo la pena de muerte y el rígido control de la natalidad, porque veo la violencia y la miseria que cada vez se extiende más por nuestro país. Quien no tiene condiciones de tener hijos, no debe tenerlos", declaraba en 1993, durante una reunión del Congreso.
Ese mismo sentimiento, lo ha vertido en todos los días de campaña. Un proselitismo en el que aprovechó que Lula se bajó de la contienda –por su proceso legal acusado de soborno–, para entonces soltar toda la batería de insultos a las libertades conseguidas por la izquierda.