Antonio Cuellar

Asincronía político-procesal

El caso seguido por la PGR contra el candidato del Frente es una oportunidad para averiguar si la procuración de justicia está supeditada al juego sucio del proceso electoral.

El arte de la política se nutre tanto de las buenas ideas como de la buena comunicación; sin embargo, de la mano de la retórica y de la mejor inventiva, debe venir sujeta también la buena oportunidad para decir las cosas. El posicionamiento exitoso de las ideas está ligado en forma íntima a la atinada razón que subyace detrás de la elección del mejor momento para transmitirlas.

Esta ilógica cronometría de la política no es comparable a la rigidez de los procedimientos de derecho, en especial a los que tienen como objetivo último la resolución de una disputa, mediante la expedición de una sentencia. Las fases de todo procedimiento judicial son irreductibles e irrenunciables, y el amplio derecho a la defensa, el de probar y alegar hasta demostrar la inocencia, o la culpabilidad, no se sujeta a la eventualidad de las circunstancias, al buen encabezado periodístico o resultado de las estadísticas, sino al escrupuloso cómputo de términos legalmente previstos, que en la absoluta mayoría de los casos son improrrogables.

Como pocas veces en la historia reciente de este país, los dos caminos narrados quedaron entrelazados la semana pasada, y el momento clave en el que la PGR decidió hacer públicos los resultados de una investigación que, directa o indirectamente, puede involucrar a Ricardo Anaya como posible responsable de la comisión de un delito, provoca un efecto nocivo perjudicial para el proceso político que, a quien más perjudica, paradójicamente, podría ser a quien más podría pensarse que se quisiera ayudar: al candidato del partido en el gobierno.

El delito de lavado de dinero constituye uno de difícil comprobación, no sólo porque para que se cometa debe relacionarse con la ocupación de recursos originalmente ilícitos o provenientes de la comisión de otro delito, sino además porque para que se actualice y sancione en contra de quien resulte responsable de haberlo cometido, debe demostrarse que, al introducirlo al sistema financiero, sabía y tenía conciencia de su origen ilegal.

Llevado esto a los hechos tantas veces explicados la semana pasada, querría decir que la acusación contra el candidato de Por México al Frente, Ricardo Anaya, se fundaría en el hecho de que se cuenta con pruebas fidedignas que demuestran que el origen del dinero proviene de actos delincuenciales o ilícitos, como son los 'moches' o desvíos que se le atribuyen, y que además se tienen pruebas contundentes de que éste tenía conocimiento del origen ilícito del dinero que recibió como medio de pago por la venta de la nave industrial de su propiedad.

En el contexto de nuestro nuevo sistema penal acusatorio adversarial, ni siquiera a los mejores abogados podrá parecerles de "risa loca" la presentación de testimonios o confesiones que involucren a cualquier persona en la trama que en este caso se narra, y que implicaría a Ricardo Anaya en la planeación y ejecución de actos para llevar cincuenta y cuatro millones de pesos por todo el mundo y regresarlos a su bolsa, pues no se puede suponer que nadie quiera irse a la cárcel por deseo propio, y sí es verdad que existe la posibilidad de que los copartícipes de dicha aventura delictiva podrían recibir hasta un tercio o la mitad de su condena en un esquema de colaboración en un proceso abreviado.

Con independencia de que existan tan contundentes evidencias, podría suceder que los plazos del proceso judicial se traslapen con aquellos de las campañas y proceso político-electoral. Ante la subsistencia constitucional de la presunción de inocencia, el beneficio de la duda se decanta a favor del candidato, por encima de sí mismo bajo la calidad de imputado responsable del lavado de dinero.

El escenario descalabra a nuestra democracia desde una doble perspectiva que merece la pena valorar: si la acusación no es fundada, sería cierta la premisa de que las instituciones en el ámbito de la procuración de justicia se han prestado a un juego sucio en pleno proceso político-electoral; en el otro caso, si la acusación es cierta, su extemporaneidad podría conducir al electorado a votar por un delincuente en julio próximo, por la imposibilidad fáctica de iniciar un proceso judicial acusatorio contra un candidato presidencial.

Puede advertirse cómo el candidato del Frente puede aprovechar la coyuntura para mejorar su conocimiento público y el fortalecimiento de su discurso, aún antes de campaña; no se ve con claridad, sin embargo, cómo es que el candidato del PRI pueda sacar un resultado ventajoso de tan arriesgada aventura judicial, máxime si se toma en cuenta que el disgusto que fortalece al voto antisistémico podría encontrar en la estrategia la justificación para la emisión de un voto de venganza en contra del partido en el poder.

Para beneficio del proceso democrático tan importante que estamos a punto de vivir, deviene inaplazable la necesidad de acelerar la acusación y hacer públicos, en la medida constitucionalmente posible, los hechos y pruebas que demuestran la participación del candidato en los hechos delictivos de lavado de dinero que se le atribuyen. Nada beneficia al proceso que nos mantengamos en la zozobra, y sí perjudica mucho a la contienda que al candidato del partido en el gobierno se le vincule con una posible conducción irregular de la Procuraduría, en actos de posible corrupción que son los que tan decididamente, todos los mexicanos quieren erradicar.

Se le presenta así a José Antonio Meade una inmejorable oportunidad para desmarcarse de la PGR, por una parte, pero también de la Secretaría de Hacienda por la otra, si se valora que pudo haber sido a través de las instancias que la conforman, la Unidad de Inteligencia Financiera, que debieron practicarse las pesquisas para descubrir los hechos que hoy se comparten.

Siendo fortaleza incuestionable del candidato del PRI la referente a su honorabilidad y buen desempeño como servidor público, y su trayectoria como generador de ideas y políticas públicas, deberíamos esperar buenos discursos alrededor de las acciones que el país debe emprender para proteger al comercio y la economía nacional ante los desvaríos en que se puede ver inmersa, para el caso de que sucumba el TLCAN. Falta solamente que los otros plazos que establece la Ley, para que inicie realmente la contienda, permitan el verdadero debate al que tenemos que estar atentos.

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