Antonio Cuellar

El rigor de la legalidad

Ante las declaraciones de AMLO, el columnista cuestiona: ¿Qué es debemos entender por represión y cómo deberá combatirse la delincuencia mediante el uso exclusivo de la razón?

En Lagos de Moreno, Jalisco, durante su campaña presidencial, Andrés Manuel López Obrador pronunció otro de esos discursos que debe ser causa de pesadillas para ese porcentaje de electores que según las encuestas jamás votarían por él o, cuando menos, motivo de cuestionamientos para aquellos que permanecen indecisos y desean dar un uso útil a su derecho a votar. El candidato expresamente manifestó lo siguiente: "No vamos a utilizar la fuerza, la represión. Nada por la fuerza, todo por la razón y el Derecho. Vamos a atender las causas que originaron la inseguridad y la violencia". Abona a su idea de amnistía para delincuentes, pero muestra además, una peligrosa improvisación en la construcción de dos conceptos antagónicos: represión y coacción.

Haciendo a un lado la segunda parte de su dicho, centramos nuestra atención en la primera, en la que asume que no hará uso de la fuerza, que el derecho y la razón serán sus guías, y que ante los problemas de inseguridad que gravemente aquejan a nuestro país no habrá represión. ¿Qué es lo que debemos entender por represión y cómo deberá de combatirse la delincuencia mediante el uso exclusivo de la razón?

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, en su segunda voz, define a la represión como la acción y efecto de reprimir. Este último vocablo, igualmente en su segunda voz, se define de la siguiente manera: "Contener, detener o castigar, por lo general desde el poder y con el uso de la violencia, actuaciones políticas o sociales." Se entiende, en consecuencia, que la represión es un acto de violencia ejercida de manera injustificada en contra de expresiones políticas y sociales que nada tienen de antijurídico. Así, será un acto de represión y digno de todo reproche el dispersar una manifestación pública y pacífica a base de macanazos, o bien, ordenar el allanamiento de las oficinas de un partido político por el simple hecho de que no se simpatiza con las causas que enarbola. Ejemplos de esto hay miles.

El problema se suscita cuando, al hablar de enfrentar al crimen desde la única trinchera legal y legítima que es la del Gobierno, se confunde a la represión con el monopolio del ejercicio de la fuerza y con la obligación de perseguir y sancionar todas aquellas conductas delictivas que por permanecer impunes terminan por corroer el tejido social.

Destinar a las policías a la detención de un pederasta nunca podría considerarse como un acto de represión. Tampoco lo sería el confinamiento penal de quien en el ejercicio del servicio público ha amasado bienes y riquezas de origen injustificable. Nadie en su sano juicio calificaría como un acto represivo someter a juicio a un encapuchado que en una supuesta manifestación pública lanza una bomba molotov hacia una gasolinera con la clara intención de provocar una tragedia. En todos estos casos, desde luego, siempre en respeto de los derechos humanos, tanto de la víctima como del ofensor, una sanción es lo mínimo que se espera.

Quien como plataforma electoral considera a la sanción previamente establecida en Ley como un acto represivo, difícilmente podrá resolver dos de los más grandes problemas que al día de hoy aquejan a nuestra sociedad: la impunidad y la corrupción. Si acaso, en nuestro país subsistirá el esquema de justicia selectiva que desde las izquierdas y las derechas tanto se critica y se exige cambiar. En un peor escenario podríamos llegar al absurdo de olvidarnos de la administración de la justicia.

Por eso no debe sorprendernos que quien esto propone alguna vez haya ideado la quema de pozos petroleros como un eficaz mecanismo de defensa a su postura política. Que haya organizado plantones en la Ciudad de México, para, por la vía de la presión y el chantaje, lograr lo que la ley le negaba: ser candidato al Gobierno de la misma sin reunir el requisito de residencia exigido. No es aleatorio que ya incrustado en la jefatura de gobierno de la capital, haya decidido soslayar un fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que si bien implicó su desafuero, no impidió su participación en las elecciones del 2006, como tampoco lo es que, habiendo sido derrotado en esas mismas elecciones, haya tomado para sí y para los suyos el Paseo de la Reforma.

En todos estos casos la ley nunca fue aplicada. Bajo el argumento ya trillado de ser objeto de la represión, se permitió el florecimiento de un movimiento político que no encuentra en la ley, producto de deliberación pública establecido en nuestro texto constitucional, su principal punto de encuentro. Derecho y sanción se aprecian y califican por el candidato como un binomio perverso que se debe erradicar.

No es de extrañarnos, en consecuencia, que quien confunde la aplicación del Derecho con la represión, visto en la encrucijada de aplicar el primero, como lo sería su principal responsabilidad en el caso de ejercer la primera magistratura de nuestro país, opte por obviarlo. Finalmente, la miopía de quienes en su momento ostentaron dicha responsabilidad, cuando él hacía caso omiso de la leyes, permitieron que la inobservancia de la ley se convirtiera en hábito.

Es cierto que en el México de nuestros tiempos la implementación de un auténtico Estado de Derecho aún no es un logro plenamente alcanzado, ciertamente culpas de ello hay para repartir por todos lados; pero no menos cierto es que, cuando dicha dolencia es ampliamente reconocida, en grado tal que laboriosamente se han implementado reformas constitucionales que pretenden afrontar el problema, el objetivo que se persigue, tanto tiempo añorado, nos quedará más lejos si desde el gobierno se sigue confundiendo la aplicación coactiva del derecho con los actos represivos.

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