Antonio Cuellar

La parca propuesta

México enfrenta una crisis nacional que pone en jaque la sustentabilidad misma de sus instituciones.

El número de muertes ocasionadas por consumo de tabaco en México asciende a 43 mil fumadores al año; una cifra disparatadamente alta, si se toma en cuenta el hecho de que, la causa, es perfectamente combatible.

El fenómeno arroja una problemática económica que, vista desde la perspectiva de sostenimiento del aparato del Estado, cuesta la cantidad de 43 mil millones de pesos -según informe del Centro de Estudios de las Finanzas Públicas, órgano de apoyo de la Cámara de Diputados-, que provienen de la resta de los gastos incurridos en el sector salud asociados al combate de la enfermedad, menos los ingresos provenientes de la recaudación de contribuciones especiales impuestas al tabaco.

Si el Estado decidiera poner manos a la obra para resolver el problema del tabaquismo -desde la perspectiva pura del impacto a la salud pública o desde un punto de vista económico-, las políticas que impulsaría no se centrarían en resolver la temática inherente a la distribución de cigarros -su facilitación u obstaculización-, sino también a la atención médica y psicológica de quienes impulsan la demanda, es decir, el combate a la adicción a ese potente y peligroso estimulante, y su tratamiento médico, a través de programas y acciones concretas dirigidas a fortalecer la lucha que, en un momento dado, debería emprender todo adicto.

Es solamente así que se entiende la justificación y razonabilidad de un sinnúmero de normas jurídicas encaminadas a prohibir la publicidad del tabaco a través de medios electrónicos e impresos; a disuadir su consumo a través de signos visuales impuestos en las cajetillas; a prohibir su venta en boticas y hospitales; o a sancionar la venta del narcótico a menores de edad, por mencionar algunos aspectos emprendidos en el marco de las convenciones internacionales alcanzadas para erradicar el tabaquismo a nivel mundial.

México enfrenta una crisis nacional que pone en jaque la sustentabilidad misma de sus instituciones, un problema asociado a la distribución de estupefacientes que la Ley General de Salud categoriza expresamente como sustancias altamente adictivas y que, en esa medida, se sustraen del comercio y se añaden a una lista de sustancias prohibidas. Entre éstas se hallan el opio (que proviene de la amapola), y el cannabis o mariguana.

No existe una estadística confiable que refleje el número de muertes por consumo de opio o de mariguana en México. Por el número de adictos o usuarios de drogas ilícitas, y su comparación con el número de víctimas que dejan las primeras causas de mortandad en nuestro país, se deduce que el número del que hablamos debe corresponder a centenares.

La problemática real que nos duele no se asocia con el consumo nacional de esos dos narcóticos, sino con el de un fenómeno asociado, al que realmente podríamos atribuir una masacre de más de 200 mil seres humanos a lo largo de los últimos doce años, y una pérdida incuantificable de recursos destinados a su combate o a dinero que se ha visto indirectamente afectado por él -En términos de ganancias no recibidas, que corresponde a la falta de inversión por inseguridad en algunos Estados y demarcaciones, el perjuicio significa un retraso histórico que representa la pérdida de oportunidades para generaciones enteras de mexicanos-.

La administración entrante, comprometida con una mayoría relativa de votantes que eligieron a Morena y al Partido Encuentro Social como la fórmula partidista con capacidad para enfrentar ese y otros problemas que aquejan al país, ha propuesto la legalización de la amapola como una vía para remediar esta enfermedad que nos desangra.

En el grave estado de desesperanza y pobreza en el que el narcotráfico tiene sumidas a vastas regiones del país, cualquier idea que se proponga se debe de ponderar, y no debe haber regateos si se trata de un mecanismo que, en el fondo, busca evitar la continuación de la matanza.

A partir de la visión comparativa de la política vigente desplegada para combatir el tabaquismo, la proposición nos parece terriblemente desenfocada e incompleta. Del mismo modo en que sucedió cuando inició el combate contra el crimen organizado, la idea anunciada estas semanas podría provocar un desbordamiento de la criminalidad hacia otras actividades delincuenciales con mucho mayor impacto social, como el secuestro, la extorsión o la trata de personas.

El problema de la inseguridad por el tráfico de estupefacientes no es un problema de salud pública -si se analiza el número de muertes derivadas de su consumo-. Si ese fuera el caso, entonces los programas de legalización de los narcóticos deberían de venir aparejados de acciones específicamente encaminadas a dar tratamiento a los adictos, y a criminalizar al adicto cuando éste no se someta a los tratamientos que brinde el Estado, dado el problema de descomposición social que la enfermedad trae aparejado.

El problema de la legalización de la amapola, sin programas simultáneos para la atención de las víctimas de la drogadicción, consistirá en la contribución que el Estado mismo hará para provocar la existencia de un problema de salud pública que, en estricto sentido, hoy no existe. Además, no se advierte la gravedad de efecto que trae naturalmente aparejado, el del turismo de consumo de sustancias que, en la mayoría de los países del orbe, están prohibidas; como ya lo resintió Holanda y del que deberían estarse importando experiencias.

Si se analiza la propuesta de legalización de la amapola desde una perspectiva económica, entonces la intervención del Estado sería terriblemente parca e irresponsable, pues a la par no se toman medidas para evitar la migración del fenómeno criminológico hacia otras actividades delincuenciales que serían económicamente sustitutivas, como las ya mencionadas.

No podría legalizarse la producción, distribución y consumo de la amapola, si no se emprenden acciones decididas para impedir la importación de armamento; o si no se organiza y administra la información -que deberían producir aparatos de inteligencia que se pretenden disolver-, con la finalidad de hacer frente a un orden criminal que, hoy por hoy, cuenta con mayores recursos u organización, quizá, que las propias corporaciones policiales del Estado.

En suma, la idea de la legalización de la amapola aparece, como muchas otras que vienen anunciándose por quienes se erigieron como enemigos del orden presente, como auténtica ocurrencia. El consumo mismo de drogas ilegales no constituye un problema de salud pública, y sí un fenómeno criminal que, al verse desprovisto de su principal mercancía, la sustituirá por otra....los mexicanos no queremos convertirnos en ella.

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