E l pasado 27 de agosto México y Estados Unidos anunciaron que llegaron a un entendimiento para cerrar un acuerdo comercial que sustituya al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Con base en lo anunciado por los equipos negociadores y a reserva de conocer los textos para poder contar con una mejor valoración, se pueden analizar los resultados. Si bien no se trata de un acuerdo comercial idóneo ya que contiene elementos que pueden considerarse como restrictivos y proteccionistas —sobre todo en las reglas de origen para el sector automotor—, creo que se trata de un buen acuerdo, considerando las circunstancias y, sobre, todo la alternativa: de no haber llegado a un entendimiento, muy posiblemente Estados Unidos hubiese abandonado el TLCAN, y además hubiese impuesto tarifas de 25 por ciento a las importaciones de automóviles mexicanos, lo cual hubiese representado un fuerte golpe a la economía del país.
Las condiciones que tendrá el nuevo acuerdo no debiesen ser restrictivas al comercio toda vez que México podrá seguir exportando automóviles y autopartes a Estados Unidos enfrentando los aranceles de Nación Más Favorecida (NMF) de la Organización Mundial de Comercio (OMC) que son de 2.5 por ciento, lo cual no resultará en una pérdida de competitividad; de hecho, hoy ya muchos modelos se exportan con este arancel. En caso de concretarse, el nuevo acuerdo no debiese de alterar de forma significativa los flujos de comercio entre México y Estados Unidos.
Pero el TLCAN no solamente ha sido acerca de flujos de comercio. Ha sido más positivo como mecanismo para atraer inversión hacia el país. Los datos son contundentes. Mientras que en 1993, el año previo a la suscripción del TLCAN, el país recibió cuatro mil 900 millones de dólares en Inversión Extranjera Directa (IED), el año pasado la cifra fue de 31 mil 234 millones de dólares. Entre 1993 y 2017 la IED ha crecido a una tasa anual de 22 por ciento. La mitad de esa inversión en este periodo ha venido de Estados Unidos.
El tratado le ha permitido a México lanzar una señal de que las reglas del juego para los inversionistas serán claras, transparentes y que no cambiarán a mitad del partido. Esto ha sido especialmente importante en un país con debilidades estructurales en temas de Estado de derecho. Estas señales se pudieron lanzar gracias al contenido del capítulo 11 del TLCAN, que toca el tema de la inversión.
Entre otras cosas, este capítulo establece que: los países miembros no podrán dar un trato menos favorable a inversiones de los otros dos socios comerciales que la que dan a inversionistas domésticos; además, tendrán que seguir el concepto de nación más favorecida, es decir, no se le puede dar a los países miembros un trato menos favorable del que se da a países no miembros del TLCAN; los flujos de inversión se deberán regir de acuerdo con el derecho internacional; no se pueden imponer restricciones en cuanto a la nacionalidad de funcionarios, localizaciones de plantas y centros de operaciones, o requisitos de desempeño; tampoco se pueden poner restricciones al pago de dividendos, regalías y ganancias de capital; y no se pueden hacer expropiaciones a menos que sea por causas de utilidad pública en cuyo caso se debe de pagar una indemnización a valor de mercado.
Es decir, a través del TLCAN, México logró darle a inversionistas extranjeros un marco jurídico que, lamentablemente, nuestro sistema judicial todavía no puede garantizar. Es, por tanto, buena noticia que el capítulo 11 se conservará en el nuevo acuerdo. Esto, aunado a que se vaya agregar un capítulo anticorrupción significará que, de concretarse, el nuevo acuerdo comercial entre México y Estados Unidos, y al que ojalá se sume Canadá, seguirá constituyendo un poderoso instrumento para atraer inversiones al país; inversiones que son condición necesaria para lograr mayores niveles de crecimiento.