Con el telón de fondo de las elecciones de junio, esta semana el Ejecutivo se apuntó un triunfo en esa lucha de vencidas que se ha venido dando con el Poder Judicial durante todo el sexenio.
Luego de la aprobación en el Senado y en San Lázaro, donde se impuso la mayoría de Morena y sus aliados con 283 votos a favor, la reforma a la Ley de Amparo será publicada y entrará en vigor, aunque la oposición ya anunció que presentará una acción de inconstitucionalidad para tratar de anular las modificaciones.
La reforma a la Ley de Amparo, un recurso legal que en los libros de derecho positivo mexicano se define como una institución netamente nacional que protege a la ciudadanía y particularmente a los grupos vulnerables frente a los abusos de poder por parte de autoridades, ha cambiado luego de una ríspida relación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial.
El argumento para las modificaciones es que los amparos se han utilizado y otorgado de manera discrecional para frenar obras prioritarias del gobierno como el Tren Maya o reformas como la Ley de la Industria Eléctrica.
Se nos viene un salto al pasado, a 2011, pues los amparos ya no tendrán un carácter general y solamente protegerán a quien lo promueva. Las obras quedarán blindadas, por decirlo de alguna manera.
Este cambio, que se inscribe como parte del Plan C del presidente López Obrador, nos recuerda la importancia del equilibrio de poderes, que ahora queda endeble, pues termina por concentrar más poder en el Ejecutivo federal.
La actividad en el Congreso debe llevarnos a pensar en el papel que juegan nuestros supuestos representantes cuando se dan cambios tan profundos como los que estamos presenciando.
Obviamente en México no existe una democracia representativa porque nunca se han preocupado por defender los intereses de la ciudadanía y este es un ejemplo.
Podríamos justificar que los diputados y senadores estén aprobando leyes al vapor si se tratara de personas profesionales, preparadas, cultas, responsables, que velan por los intereses de sus representados.
Sin embargo la realidad es otra y muchos de nuestros congresistas son corruptos, ignorantes, convenencieros, trepadores y vendidos, y lo que menos les importa es pensar en las consecuencias a largo plazo que pueden tener este tipo de reformas.
Qué pena que no contemos con un Congreso de la Unión de altísimo nivel, y ahora estará peor luego de que en abril de 2023 se aprobara la iniciativa de una “destacada” enfermera que ahora es diputada y que fijó en 18 años la edad mínima para llegar a San Lázaro y 21 años para la Cámara alta.
A esa edad aún no se cuenta ni con la madurez ni con la experiencia para desempeñar responsablemente un cargo desde donde las decisiones que se tomen afectarán la vida de millones de personas y el futuro del país.
Que esto nos sirva para pensar cómo vamos a votar para definir cómo quedará constituida la nueva Legislatura en el Congreso de la Unión en el proceso de selección y elección de candidatos. Debemos estar muy atentos para decidir quiénes llegan, quiénes se van y quiénes se quedan, para poco a poco elevar el nivel profesional de “nuestros representantes”.
SOTTO VOCE
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