Rotoscopio

'Bandersnatch': Otra historia sin fin

La película perteneciente a 'Black Mirror' está tan enamorada de su propio artificio que olvida qué decir, escribe Daniel Krauze.

Bandersnatch, parte de la serie Black Mirror, creada por Charlie Brooker, es una película interactiva, similar a los libros Elige tu propia aventura. A mediados de los ochenta, Stefan (Fionn Whitehead), un joven aficionado a los videojuegos, consigue llamar la atención de una compañía con su primer diseño: Bandersnatch, un videojuego que le permite al usuario elegir el rumbo de su personaje a partir de decisiones binarias. Brooker plantea así una suerte de muñeca rusa: nosotros escogemos el destino de un chico que está creando un juego con las mismas características que el capítulo que estamos viendo.

Bandersnatch me remitió a The Neverending Story, estrenada también a mediados de los ochenta. Ambas comienzan con un chico que despierta de un sueño abrupto y después desayuna con su padre, quien desaprueba la naturaleza fantasiosa de su retoño. En los dos casos la madre murió tiempo atrás. Y ambos terminarán extraviados en universos paralelos, involucrando a la audiencia y desdibujando la frontera entre creación y creador. La diferencia es que The Neverending Story contaba una historia redonda sobre el valor de la imaginación. Bandersnatch está tan enamorada de su propio artificio que olvida qué decir.

Bandersnatch finca su mecanismo interactivo en una narrativa burda, donde los personajes constantemente aluden al libre albedrío, como si ese tema no estuviera de facto en el ADN del capítulo. Por desgracia, muchas de nuestras decisiones son insignificantes, muy similares entre sí o resultan meras alucinaciones. Ya quisiera Brooker tener el rigor del más soso tomo de Elige tu propia aventura: aquí es difícil saber qué es factual y qué un invento de Stefan. Hacia el desenlace, el joven cae en la cuenta de que el espectador lo está controlando. La realidad es que Bandersnatch jamás nos pone al volante. El capítulo casi siempre se despeña en violencia, locura y giros de tuerca absurdos. Al final, el conejillo de indias somos nosotros, los que dimos clic en algo que como ejercicio interactivo no cuaja y como película apenas se sostiene.

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