Rotoscopio

'Narcos: México': la podredumbre del narco

El México que la serie pinta no es esperanzador. Nadie se salva de la corrupción ni la mordida, reflexiona Daniel Krauze.

Si bien comparte temas, recursos y hasta personajes con las tres temporadas anteriores, Narcos: México es una versión depurada, más elegante, atrevida y hasta lírica que las entregas anteriores.

Lo más notable de esta nueva temporada, cuya trama gira en torno a la formación del primer gran cártel mexicano y el secuestro de Enrique Kiki Camarena (Michael Peña), es su arrojo estético, sus trances pesadillescos y su visión del narco como un infierno kitsch, etílico y nauseabundo. Mucho del crédito va para sus directores, entre los que destacan figuras del cine mexicano como Alonso Ruizpalacios y Amat Escalante, cuyos episodios están repletos de imágenes de podredumbre y muerte: vehículos aplastando fruta debajo de sus llantas, nidos de ratas chillantes pululando entre escombros, albercas mohosas y abandonadas, ríos que parecen desagües, mansiones retacadas de vulgares lujos, bacanales de coca y alcohol que acaban en sangre. Mi imagen favorita, sin embargo, es la de Amado Carrillo (José María Yazpik) cuando halla un cargamento de coca a un costado de la frontera, iluminado por el haz de unas luces rojas, como una figura extraída de un violento mural de Orozco.

Narcos: México no admira al narco, ni lo reviste de una pátina cool. Los arquetipos aspiracionales que nos ha dado el cine gringo esta serie los desdora. ¿El peso que los Corleone daban a los vínculos familiares? Miguel Ángel Félix Gallardo (Diego Luna) manda a volar a su familia entera a la primera de cambios. No hay lealtad, no hay cariño, no hay respeto por las amistades de antaño: esto es el narcotráfico como un virus, omnívoro y brutal.

La trama es ágil y envolvente, en gran medida porque muchos de sus intérpretes nunca han estado mejor que aquí. Luna se transforma en una sombra, incapaz de sonreír, de sufrir, de sudar, en una actuación de mutaciones escalofriantes y paulatinas. Peña es el bueno del cuento, pero no por eso resulta soso: en su Camarena hay, por ejemplo, una ingenuidad exasperante. Por último está Tenoch Huerta. Su Rafael Caro Quintero es un crisol de hambre, resentimiento, barbarie y patetismo. Un auténtico tornado de actuación.

El México que la serie pinta no es esperanzador. Nadie se salva de la corrupción ni la mordida. Algunos tendrán reparos con una narrativa en la que los únicos buenos son los gringos. Yo no. Vale la pena mirarnos en este espejo, aunque duela.

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