Ayer le explicaba en este espacio que uno de los problemas que había tenido la administración de Enrique Peña había sido su falta de capacidad para crear una narrativa convincente que comunicara eficazmente los avances económicos y sociales que se obtuvieron realmente en esta administración.
Algunos lectores discreparon de este juicio y me señalaron que además de la ineficacia de la comunicación, hubo problemas en los hechos que condujeron a que una parte importante de la población no recibiera beneficios, pese a los buenos resultados en algunas variables.
Tienen razón. El fondo es el añejo y enorme problema que tenemos en México: la desigualdad.
Permítame ponerle algunos ejemplos.
Le referí en este espacio el crecimiento del salario mínimo real, que alcanzó el 17 por ciento entre noviembre de 2012 y julio de 2017, un porcentaje no visto desde el sexenio de Luis Echeverría.
Sin embargo, otros indicadores señalan un comportamiento menos optimista. El porcentaje de la población urbana cuyo ingreso laboral no le bastó para obtener la canasta básica apenas decreció de 35.8 por ciento a 34 por ciento entre 2012 y julio de 2018.
Y, en el caso de la población rural, aunque la reducción fue más importante, siguió en 51 por ciento. Es decir, a más de la mitad de la población del campo no le bastó su ingreso para lo esencial.
Otro indicador relevante es el del crecimiento. Con los estimados de crecimiento del PIB este año tendremos una tasa de crecimiento promedio en el sexenio de alrededor de 2.3 por ciento anual, nada muy diferente a las cifras de sexenios anteriores.
Sin embargo, los desempeños económicos son muy diferentes entre estados de vocación manufacturera como Querétaro y Aguascalientes a otros dominados por las actividades primarias y servicios de baja productividad, como Oaxaca y Chiapas. Sin contar el desastre en los estados petroleros como Campeche y Tabasco.
Es decir, las buenas cifras de desempeño económico a escala nacional, usualmente ocultan diferencias y contrastes muy grandes entre regiones así como entre empresas y sectores.
Uno de los indicadores que mejor reflejan esta desigualdad es la que tiene que ver con el empleo informal.
La tasa de informalidad laboral comenzó este sexenio con un nivel de 54.4 por ciento del empleo total. Cinco años y medios después, todavía se encuentra en un nivel de 52.1 por ciento del total del empleo.
Es decir, se pudo lograr apenas una reducción de 2.3 puntos porcentuales.
Y la informalidad laboral generalmente se asocia con bajos ingresos, con escasa productividad y con niveles mayores de pobreza.
Los indicadores relativos a la desigualdad son muchos y muy diversos. Los anteriores sólo son una muestra de ellos.
Un crecimiento como el que hemos tenido en los últimos 20 o 30 años no va a ser suficiente para cambiar la condición económica y social de casi la mitad de la población.
Entre el 2012 y el 2016 (último dato disponible) el porcentaje de la población en condición de pobreza pasó de 45.5 a 43.6, una baja de 1.9 puntos porcentuales. Pero, en números absolutos pasó de 53.3 a 53.4 millones de personas.
Requeriríamos un crecimiento más rápido y con mayores efectos sobre el ingreso de la población más pobre para que la percepción de la mayoría cambiara.
Ese va a ser el reto para la siguiente administración.