Ezra Shabot

Debatir y convencer

Meade y Anaya le abre el camino al retorno del nacionalismo revolucionario, y con ello a un intento de revertir reformas y realidades que suponíamos modificables, pero no destructibles.

Para todo candidato, un debate entre aspirantes a un cargo de elección popular tiene un doble objetivo. Primero, convencer al electorado de que se es la mejor opción para gobernar frente a las otras presentes; y segundo, que los otros contendientes carecen de atributos suficientes como para llevar a cabo de manera exitosa la labor de gobierno. Es esta una lucha descarnada en donde todo, o casi todo, se vale, siempre y cuando se posea la capacidad argumentativa y la agilidad mental suficiente para saber cómo y cuándo responder, y a qué público específico se está dirigiendo en cada uno de los debates.

El pasado domingo, el candidato puntero López Obrador trató de no contestar a casi nada de lo que se le preguntaba por dos razones. Una, porque está convencido de que repitiendo las palabras mágicas 'corrupción' y 'mafia en el poder' es suficiente como para convencer al electorado de que es posible resolver de fondo los problemas del país; y otra porque sobre política exterior su conocimiento de temas como diplomacia, comercio exterior o resolución de conflictos es nulo y no tuvo el cuidado de elaborar al menos una o dos tesis coherentes más allá de la repetición de las consignas antes mencionadas.

Para José Antonio Meade este debate fue la exposición más lúcida de algo en lo que tiene años trabajando: la conexión entre economía, diplomacia y acciones concretas para llevar a cabo un programa de política exterior que conecte el interés nacional con los desafíos de un mundo lleno de peligros proteccionistas y de nacionalismos extremos, que amenazan la apuesta mexicana de más de tres décadas de apertura, libre comercio y mercados integrados como fórmula para crecer y superar el atraso heredado por los regímenes del nacionalismo revolucionario.

Ricardo Anaya, por su parte, continuó con su estrategia de confrontar directamente a AMLO, enfrentándolo cara a cara, sonriendo ante los insultos del tabasqueño, quien en cámara lenta trataba de articular la ofensa, más que la respuesta al candidato frentista. La lucha entre Anaya y Meade, como en el primer debate, volvió a darle un respiro a un Andrés Manuel cercado por datos incorrectos, como los de la inversión extranjera durante su gobierno o el de las rutas ferroviarias. Aunque tanto el priista como el frentista insisten en diferencias profundas entre ellos en un intento inútil por disputarse el segundo lugar, la realidad nos demuestra que aquí hay sólo dos proyectos antagónicos.

El de Morena, que insiste en un vuelco hacia un mercado interno que pueda producir mercancías con más contenido hecho en México, como Trump lo quiere para Estados Unidos, o el de Anaya-Meade, quienes con diferencias propias de campaña electoral difieren más en lo político que en una temática económica basada en el libre mercado y la integración a la economía mundial, como parte de la estrategia de desarrollo del país en su conjunto, incluso de las zonas más atrasadas del sur-sureste de la República. De Jaime Rodríguez, El Bronco, no hay que decir mucho: el hombre que es capaz de hacer de la estupidez un argumento no tiene nada que hacer en la boleta electoral, más que tratar de quitarle votos a AMLO por su posición antisistema. A eso lo mandaron.

El voto de los indecisos y el voto útil terminarán por decidir la elección de julio. La figura de López Obrador y su persistencia con el mismo discurso simplista pero convincente, se enfrenta a una visión opuesta de priistas y frentistas que siguen enfrascados en una pugna absurda, que le abre el camino al retorno del nacionalismo revolucionario, y con ello a un intento de revertir reformas y realidades que suponíamos modificables, pero no destructibles. Ese es el riesgo.

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