Ezra Shabot

Gobernar en crisis

Suponer que una orden desde Palacio Nacional tendrá éxito por sí misma, es una fantasía destinada a fracasar a costa de la calidad de vida de millones de mexicanos.

Las crisis, definidas como aquellos momentos en donde ninguna alternativa se presenta como una solución total a una problemática aguda, y la parálisis, el síntoma más frecuente de la respuesta gubernamental ante la reacción ciudadana, son las épocas donde la figura de los políticos y las instituciones requieren poseer el aplomo y la solidez necesarios para evitar una catástrofe de mayor dimensión.

Cuando en 1985 el terremoto destruyó amplias zonas de la Ciudad de México y el gobierno de Miguel de la Madrid se quedó paralizado sin poder brindar una respuesta a la crisis, la sociedad en su conjunto reaccionó de distintas formas ocupando los espacios a los que el poder público no pudo acceder y generando un movimiento social de grandes dimensiones, que eventualmente cambiaría el régimen político del país.

Algo diferente sucedió cuando en el año 2009, ante la epidemia de influenza, hubo la necesidad de cerrar espacios públicos en la capital del país, y el descontento de varios días de inactividad fue hábilmente manejado por el gobierno de Calderón, al salir a medios a explicar los riesgos que se corrían si no se tomaban esas medidas drásticas para evitar que el contagio siguiera cobrando víctimas entre la población. Algo similar sucedió cuando se decidió intervenir la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, tomándose las medidas adecuadas para evitar el corte generalizado de energía por una reacción de los liderazgos sindicales, e incorporando de manera paulatina a los trabajadores de la CFE a los espacios tomados por el gobierno federal.

Es por eso que resulta incomprensible que una declaratoria de guerra contra el crimen organizado, en específico en el negocio del robo de combustible por parte del gobierno de López Obrador, no hubiese contado con bitácoras de acción ni con la infraestructura necesaria para el abastecimiento de gasolineras en las zonas afectadas ni con la estrategia para la detención de los delincuentes que, presentados ante los medios, legitimaran la acción en su conjunto. La presencia de buques petroleros en puertos y el cierre y apertura intermitente de ductos y su constante sabotaje por parte de los criminales, demuestran el grado de improvisación con el que se manejó todo el operativo.

Por supuesto que el índice de aprobación de López Obrador a nivel nacional es alto y le da para tolerar el descontento provocado por días de desabasto de gasolina. Sin embargo, la ausencia de funcionarios capaces de dar respuestas a la ciudadanía sobre la situación imperante, y los mensajes del presidente llenos de una retórica adjetivada y ausente de argumentos que le dieran racionalidad a la estrategia en su conjunto, han derivado en un principio de enojo social entre aquellos que no le son ciegamente leales al primer mandatario.

"Me colmaron el plato", dijo AMLO al referirse a lo que considera el origen del robo de combustible en la colusión existente entre gobierno y criminales. El hartazgo de un mandatario puede ser el inicio de una acción encaminada a terminar con un mal de antaño. Pero suponer que una orden emitida desde la esfera de Palacio Nacional, sin las cadenas de comunicación y mando necesarias para hacerla realidad, tendrá éxito por sí misma, es otra fantasía más destinada a fracasar a costa de la calidad de vida de millones de mexicanos.

Combatir el saqueo de combustible es un tema de seguridad nacional y por ello requiere del apoyo de toda la sociedad. Para esto hay que convencerla de que el sacrificio vale la pena, y que el plan de choque del gobierno existe y va más allá de cerrar ductos, racionar gasolina y culpar a la corrupción de los gobiernos pasados de la ineficacia de los funcionarios de hoy.

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