Ezra Shabot

Negociar y humillar

El lenguaje de Donald Trump es del empresario chantajista y el mundo de los estafadores no es el mismo que el de los políticos y los estadistas, aunque a veces se parezcan.

Tras los discursos de los políticos se esconde siempre la pugna por el poder. La posibilidad de convencer a los ciudadanos de que su gobierno o su propuesta de gobernar son las mejores, y que el adversario está no sólo equivocado, sino que causaría un grave daño al país en caso de instrumentar sus políticas erróneas e injustas. Es la lucha por el poder que utiliza un lenguaje de códigos a descifrar, y cuya efectividad se muestra en las urnas en el momento donde la democracia hace efectivo el mandato de la mayoría.

Es por eso que candidatos y miembros de distintos partidos se descalifican en público, se insultan, e incluso llegan a los golpes, en escenas que suponen rupturas imposibles de reconciliar. Las sesiones en los congresos y parlamentos pueden convertirse en verdaderos circos que dan la impresión de la imposibilidad de llegar a acuerdos, y por el contrario generar rencores eternos. El político profesional es aquel que sabe diferenciar entre el ataque personal, la ofensa que intenta herir, y los argumentos propios del debate. Por eso es común oír a políticos pronunciarse ante los reclamos de sus opositores: "No debe sentirse ofendido, es parte de la disputa por el poder, nada que ver con el tema personal".

Pero cuando un ignorante como Donald Trump, carente del más mínimo conocimiento del espacio público, decide hacer política aplastando al contrincante como si se tratara de un enemigo irreconciliable, la negociación se vuelve imposible al menos en el diálogo directo entre los gobernantes. Querer obtener ventajas económicas, comerciales, diplomáticas o militares, amenazando a la contraparte, insultándola a diestra y siniestra, con el único argumento válido de que se trata del presidente del país más poderoso del planeta, y que por lo tanto todos deben someterse a sus términos y condiciones, a lo único que conduce es a un mayor aislamiento internacional frente a los demás regímenes democráticos, y a un inútil acercamiento con gobiernos autocráticos como los de Rusia o Corea del Norte, quienes se burlan una y otra vez de las fantasías del presidente norteamericano.

Por ello la negociación del TLCAN por parte de México se dio con base en una férrea discusión entre los proteccionistas encabezados por Robert Lighthizer y los librecambistas Guajardo y Videgaray. La pirotecnia discursiva de Trump agravó el resultado, al igual que lo hace ahora frente a Canadá. Pero tanto la dirigencia mexicana como la canadiense, han sabido diferenciar entre los intentos de humillar a sus socios comerciales por parte de Trump, y los límites de una negociación con un gobierno proteccionista que pretende regresar al mercantilismo económico de siglos atrás.

La decisión de Canadá de no aceptar el ultimátum estadounidense de la semana pasada, nada tiene que ver ni con las presiones verbales de Trump ni con sus insultos en Twitter de los últimos días, sino exclusiva y pragmáticamente con los límites que una economía como la canadiense puede aceptar, frente a legítimas demandas de ambas partes que deben solucionarse en paneles de arbitraje con profesionales del ramo. Subsidios y limitaciones al libre comercio son temas difíciles de resolver, pero no tienen salida cuando una parte, como la representada por Estados Unidos, está realmente convencida que las otras lo tratan de engañar y robar sistemáticamente.

El lenguaje de Donald Trump no es el del político, sino el del empresario chantajista que cree poder humillar y así vencer a su competidor, con el miedo que produce enfrentarse a quien se considera invencible.

El mundo de los estafadores no es el mismo que el de los políticos y los estadistas, aunque a veces desgraciadamente se parezcan.

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