Ezra Shabot

Nuevos contrapesos

La fuerza adquirida por AMLO en la elección es inmensa, pero no idéntica a la de la hegemonía priista, precisamente por la democratización de las instituciones de la sociedad civil.

La nueva conformación del Congreso de la Unión parecería remontarnos a la época del carro completo o semicompleto del priismo hegemónico: Presidente absoluto, con control de ambas Cámaras, y en posibilidad de moverse libremente en al ámbito político y legislativo a nivel nacional. Los partidos de oposición –PRI, PAN, PRD– dejan de ser fuerzas significativas para un contrapeso real, y se convierten en voces de denuncia y protesta, recordándonos el "derecho al pataleo" del México autoritario. Sin embargo, hay otro tipo de instancias surgidas del proceso democratizador del país, las cuales, por su propia conformación y objetivo, no están al servicio del Ejecutivo Federal.

Se trata de los organismos autónomos (Banco de México, INAI, CNDH y otros) los cuales responden a demandas de diversos sectores de la sociedad civil, y quienes, tras la desaparición de la oposición parlamentaria, se convierten en el último dique de contención de un posible presidencialismo absoluto reciclado. Es significativo que ante los nombramientos hechos por López Obrador en el sector energético, los distintos liderazgos empresariales hayan respondido negativamente al considerar que figuras como Manuel Bartlett u Octavio Romero Oropeza no cumplen con el perfil adecuado para dirigir las empresas clave del ramo.

Lo mismo han manifestado abiertamente las calificadoras Standard & Poors y Moody's con respecto a la viabilidad del propio proyecto energético, en función de cálculos económicos y financieros que cuestionan la rentabilidad del nuevo modelo propuesto. En otros tiempos resultaría impensable que el sector privado sometido al poder del presidencialismo absoluto, rechazara las propuestas del primer mandatario para dirigir las empresas del Estado, y mucho menos que calificadoras internacionales advirtieran abiertamente del riesgo que implica improvisar medidas sin tener los números perfectamente calculados para evitar desastres financieros.

Y es que el margen de maniobra con el que hoy cuentan los gobiernos en el mundo globalizado, de economía abierta y mayor transparencia, es mucho menor que el de hace décadas. Sería suficiente con que una de estas calificadoras disminuyera el grado de inversión de Pemex o de CFE o, peor aún, de la deuda del Estado mexicano, para que la fuga de capitales y la desinversión generase una situación grave para la estabilidad económica del país. Por supuesto que estos límites, junto con la presión que ejercerán los órganos autónomos, cuyo objetivo es evitar los abusos de poder por parte de las estructuras tradicionales, serán a partir del 1 de diciembre las únicas fuerzas que intentarán contener a un nuevo presidencialismo.

Sería improbable suponer que en este momento el presidente electo cambiara decisiones sobre nombramientos en función de presiones empresariales. Queda claro que el proyecto económico de Morena y el de los liderazgos empresariales choca en muchos puntos y coincide solamente en algunos, lo que agudiza a su vez la confrontación. Lo mismo sucede con Banco de México o con el INAI, en la medida en que son instancias capaces de tomar medidas que contengan decisiones económicas o de acción política tomadas por el nuevo gobierno y avaladas por el Congreso.

La fuerza adquirida por AMLO en la elección es inmensa, pero no idéntica a la de la hegemonía priista, precisamente por la democratización de las instituciones de la sociedad civil. Eso, siempre y cuando no se caiga en la tentación de desaparecerlas a través de cambios legislativos, y en función de la enorme legitimidad adquirida en las urnas. El poder no se autolimita de forma automática. Al contrario, se expande hasta en tanto no encuentre un dique que lo contenga. Ese es el riesgo.

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