Con bombo y platillo y sin que se discutiera en comisiones, o se aceptara modificación alguna, la Cámara de Diputados aprobó su primera pieza legislativa: la Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos. El propósito era cumplir con la promesa de campaña de López Obrador de impulsar la austeridad republicana, y para ello había que reducir los salarios de los funcionarios, empezando por el del presidente de la República, el cual fijará el techo máximo para todos, con independencia del Poder al que se pertenezca o las responsabilidades que se tengan. Aunque las remuneraciones del servicio público se fijan cada año en el Presupuesto de Egresos de la Federación que aprueba la Cámara de Diputados, ya AMLO determinó que su salario será de 108 mil pesos.
Es difícil oponerse a una propuesta para poner límites a los abusos en prestaciones en los que han incurrido algunos miembros de la alta burocracia, pues hay una percepción generalizada de que ahí se anidan actos de corrupción. De hecho, las reservas que algunos diputados de oposición plantearon no se debieron al sentido de la ley, sino a la manera como se aprobó, sin dar lugar a una atenta revisión, atropellando las reglas elementales de un adecuado proceso legislativo, siendo que no era necesario hacerlo por el gran respaldo que concitaba.
Hay que recordar que la referida ley rescató una minuta del Senado aprobada en 2011, como ley reglamentaria del artículo 127 constitucional, reformado en 2009, justamente para establecer en su párrafo segundo que ningún servidor público recibirá una remuneración mayor a la del presidente de la República. La idea ha estado viva durante toda esta década, el problema es que al traducir este principio básico para los salarios de muy diversos cargos públicos, hay que considerar que hay disposiciones constitucionales para el Poder Judicial (artículo 94) y que el propio artículo 127 señala que las remuneraciones serán irrenunciables y proporcionales a las responsabilidades, porque hay puestos públicos que demandan habilidades técnicas y conocimientos específicos que no pueden obviarse. Por ello, es esperable que el próximo PEF tenga una lista de excepciones al fijar las remuneraciones.
¿Cuál era la urgencia de aprobarla? ¿Por qué Mario Delgado, que preside la Junta de Coordinación Política, no aceptó discutir la minuta en comisiones para corregir errores y revisarla a fondo, o siquiera para poner al día las referencias a las entidades públicas que han cambiado en estos siete años? No se quiso dar pie a una deliberación plural que es consustancial a la función legislativa. Tampoco se quiso asumir que para que la ley le ponga freno a privilegios o despilfarros se requiere fijar mecanismos para que no se burle la norma general, dejando espacios para compensaciones o beneficios fuera de las percepciones salariales. La prisa era innecesaria, porque la ley no se aplicará de inmediato, pues si bien entrará en vigor al día siguiente de su promulgación y los dirigentes de Morena afirman que el presidente Peña Nieto se comprometió a publicarla ya, las nuevas remuneraciones de los servidores públicos se fijarán en el Presupuesto de Egresos de la Federación para 2019.
Los diputados de Morena rechazaron hacer una evaluación seria de lo que está en juego al homologar a la baja las percepciones de los diversos cargos públicos, sobre todo si ello no está acompañado de un eficaz mecanismo para que se cumpla formalmente, pero se viole en la práctica. El asunto merece una reflexión seria para no confundir abusos de funcionarios que deben ser sancionados, con una imagen generalizada de desprecio hacia el servicio público.
Había tiempo para lograr los objetivos deseados y dignificar la función legislativa. Se prefirió enviar el mensaje de disciplina parlamentaria hacia el presidente electo. Flaco favor le hace la nueva mayoría al pasar por encima de los principios que deben guiar la función legislativa en un Estado democrático de derecho.