La portada de la revista Proceso ha dado mucho de qué hablar en los últimos días. López Obrador y su círculo más cercano, en particular, han criticado la fotografía, el encabezado y el origen de la portada. Algunos distinguidos miembros de la comentocracia respondieron con mayor o menor indignación. Por mi parte, veo dos motivos de desacuerdo con AMLO y sus seguidores, familiares o colaboradores.
Proceso ha sido estridente, incontrolable, desprovisto de cualquier lealtad política o personal desde que existe. Julio Scherer criticaba despiadadamente a todos los funcionarios, incluso quienes habían sido, y fueron de nuevo, sus amigos más allegados, de grande o desde la juventud. Es el sello de la casa. Proceso editorializa, manipula, tergiversa y distorsiona desde 1976, cuando fue creada, bajo Scherer, y en los últimos años, con Rafael Rodríguez Castañeda. A pesar de estas evidentes características, algunos preferimos seguir escribiendo allí durante mucho tiempo: en mi caso, casi 15 años. Otros despotricaban contra Scherer y la revista cuando les iba mal, pero aplaudían cuando les iba mal a sus adversarios políticos o enemigos personales. Y otros más acusaban los golpes de Proceso sin mayor réplica, crítica o aplauso: sólo el silencio. Pero creo que nadie podía llamarse a engaño sobre lo que era la revista.
Por eso me cuesta trabajo indignarme con la sopa de su propio chocolate que le correspondió ahora a López Obrador. Nunca él o cualquiera de sus compañeros de camino chistaron ante las obvias medias verdades, ofensas, engaños o arbitrariedades de Proceso a lo largo de los últimos 25 años, por elegir un plazo que los involucra. La mala leche, la impunidad y la independencia llevada al extremo de la guerra periodística generalizada, jamás provocaron un cuestionamiento, un deslinde o siquiera una duda por parte de los sectores que hoy componen la izquierda lopezobradorista. Esta vez les tocó la de perder; mala tarde, sin lágrimas. Lo cual no significa que carezcan de razón los amlovers: nada justifica la portada, vista en su conjunto. Y menos motivada por una entrevista con alguien que más allá de su prestigio jurídico, posee pocas credenciales para opinar sobre AMLO, bien o mal.
Ahora bien, existe un sofisma aterrador en la respuesta de López Obrador: tengo derecho de réplica. Como mexicano, como político, como candidato, sí. Como presidente, en un país como México, tengo mis dudas. Ya se ha comentado el tema de la publicidad oficial. A menos de que la eliminara por completo –para nada una mala idea– o que su repartición quedará en manos de una comisión autónoma regida por criterios estrictamente comerciales, AMLO nos está pidiendo la luna. En pocas palabras, nos trata de convencer que puede escindirse en dos. Primero, el AMLO de rompe y rasga, de patín y trompón, de réplica y contrarréplica, que opina diario sobre la calidad del contenido de los medios. Segundo, el AMLO magnánimo, imparcial, despojado de cualquier prejuicio o sentimiento, que distribuirá la publicidad gubernamental sin tomar ni remotamente en cuenta todo lo que manifestó el primer AMLO. A ver quién le cree.
Lo más grave, sin embargo, no es la publicidad oficial. Tenemos el empresariado que tenemos. Lo vimos en 1975, cuando Echeverría exigió a la IP retirar los anuncios en el Excélsior de Scherer, y ésta accedió. Lo intuimos en los videos del día después de las elecciones del 1 de julio. Lo comprobamos en las diversas reuniones de los empresarios contratistas con AMLO a propósito de la cancelación del aeropuerto de Texcoco. ¿Alguien puede creer que los anunciantes privados, nacionales y extranjeros, van a pagar publicidad en medios abiertamente denostados por el presidente de la República?
La mayoría de los medios impresos serios pueden vivir sin anuncios oficiales. Algunos, muy pocos, sobrevivirían sin anuncios privados. Ninguno, sin ambos. Los empresarios mexicanos, por una y mil razones, y las multinacionales en México, por otras, no van a correr el riesgo de anunciarse en medios impresos –de escasa importancia para ellos– que sean objeto de la crítica y burla, del asedio o desprecio del primer mandatario. En Suecia, tal vez. En México, no.