Mikel Arriola tiene, al final de cuentas, el valor de sus convicciones. Después de un par de días de vacilaciones y cantinfladas, declaró que su postura sobre la mariguana, la adopción por parejas del mismo sexo y el aborto "para nada fue un tropiezo". Lo hizo sin ambages, sin eufemismos y sin miedo. Afirmó que "esta es una ciudad de libertades y moderna, pero yo tengo como eje de campaña la familia tradicional y protección de los valores". Dio una buena razón para exponer su punto de vista: para que la gente sepa por quién vota. "Simplemente lo expresé para que la gente conozca mi opinión; yo no estoy de acuerdo con la legalización de la mariguana porque eso es generar problemas para resolver los problemas, platicamos con amas de casa y ellas comparten mi punto de vista". Quedaron atrás sus lugares comunes y simplezas sobre consultas y debates. Bien hecho.
Ahora bien, junto con la franqueza y la contundencia –las cuales, insisto, se aprecian– es importante destacar un rasgo de carácter o de ambición política de Arriola. Lo conozco poco –mucho más a su padre– pero siempre me ha parecido un funcionario competente, amable y 'moderno' (por su juventud, sin que pueda yo definir exactamente qué entiendo por eso). Sus posturas no corresponden al perfil que le asigno.
Tal vez se trate de un estratagema de campaña, medio burdo, transparente y condenado al fracaso, para arrebatarle votos conservadores a Alejandra Barrales y al Frente y colocar una cuña entre ella y el PRD por un lado, y Ricardo Anaya y el PAN por el otro. Pero más bien, todo sugiere que Arriola comparte el conservadurismo de buena parte del gobierno de Peña.
Quizás ellos se encuentren mucho más a tono con el humor del país (y de la ciudad) que yo y mi círculo de amistades y afinidades, pero de todas maneras me resulta difícil entender cómo el sector más joven del gobierno, empezando por Peña Nieto, sea tan conservador en estos temas. El que la sociedad mexicana lo sea no es argumento: ellos no son, en lo más mínimo, un fiel reflejo de esa sociedad. Todos poseen algún tipo de educación universitaria (algunos de excelencia); todos pertenecen a una clase media alta; todos han viajado al extranjero; todos leen (bueno, todos, lo que se dice todos, quizá no).
Entiendo el tema de la conveniencia política, o que alguien como Andrés Manuel López Obrador se oponga al aborto, a la legalización de la mariguana para fines recreativos, a los matrimonios gay y a la adopción por parte de ellos, y a la muerte asistida. La conveniencia política explica por qué hasta Obama o Clinton, que confesaron repetidamente su consumo de drogas, por ejemplo, jamás promovieron una legalización plena cuando se hallaban en funciones. La insularidad de AMLO explica, como en el caso de Lula, en Brasil, una oposición casi religiosa y en ocasiones aberrante ante estos temas. Pero ¿graduados de LSE, Yale, MIT o incluso la UP? Hay algo que desentona, pero bien puede tratarse de un conservadurismo cultural auténtico, que se manifiesta –como en el caso del sexenio anterior– en propuestas o realidades de políticas públicas de otra época.
Arriola acierta también al exigir que Claudia Sheinbaum y Alejandra Barrales expongan su punto de vista al respecto. Y que lo hagan, como él, sin trampas. No se trata de pedir debates, consultas o posposiciones ("ahorita eso no importa, sólo la pobreza"). En esta ciudad hay precedentes, leyes, usos y costumbres. Y hay también cierta frescura y modernidad: podemos abiertamente ser partidarios de las libertades señaladas, sin ser estigmatizados. Hay valores, pero no aquellos a los que se refiere Arriola. En cuanto a los votantes liberales o progresistas de la capital, harían bien en tomar nota: a quién prefieren para gobernarlos los próximos seis años.