Una de las tesis más interesantes del nuevo libro de Santiago Levy –Esfuerzos mal recompensados: La elusiva búsqueda de la prosperidad en México– consiste en su percepción –compartida por muchos– de que en nuestro país impera una pésima asignación de recursos. No se refiere sólo al capital, sino también a la fuerza de trabajo, y en particular a lo que podríamos nosotros denominar un rasgo decisivo del carácter nacional mexicano.
Se trata, para Levy, de la enorme dispersión de las empresas en México, donde 92 por ciento de las mismas emplea entre una y cinco personas. Se trata, para Levy, de la insólita propensión del mexicano a preferir trabajar por cuenta propia, o en una empresa minúscula –de ínfima productividad– a hacerlo en una fábrica, en una gran oficina, en un banco o un almacén. Se trata del caso emblemático, dice Levy, del ingeniero que maneja un taxi: no sólo sobrecalificado, pero con un ingreso-horario, y tomando en cuenta la adversidad, menor al que podría percibir en un empleo colectivo.
No voy a insistir en las tesis de Levy: ya han sido comentadas por muchos. Su texto constituye un magnífico esfuerzo para entender por qué no crecemos, sin recurrir a las fatigadas respuestas de los defensores del modelo existente desde mediados de los años ochenta, o a las simplistas denuncias de sus críticos. Pero sí quisiera detenerme en el tema cultural que subyace a los argumentos de Levy.
Una parte de la explicación de esta peculiaridad mexicana (Levy ofrece estadísticas comparadas con otros países de América Latina) reside tal vez en el exacerbado individualismo mexicano que muchos hemos comentado a lo largo del último siglo. De la misma manera que el mexicano prefiere su pequeña parcela ejidal, su casa horizontal, su salida individual ante la adversidad económica mediante la migración, y se muestra renuente ante cualquier acción colectiva, también opta sistemáticamente por el empleo individual. Es cuentapropista por antonomasia. Si dispone de la alternativa, escoge la unipersonal.
En segundo lugar, existe sin duda un problema de ingreso. Si los salarios en las empresas grandes siguen siendo de miseria, optar por el taller, el changarro, la tiendita, el puesto, el taxi o la fonda es una decisión dotada de cierta racionalidad. Surge así, desde luego, una explicación, en parte, circular: el mexicano prefiere el empleo individual porque el colectivo paga poco, y este último paga poco porque abundan los mexicanos que podrían ocuparlos. Si uno gana lo mismo mandándose solo, sin prestaciones pero con libertades (e incluso con algunas prestaciones: Seguro Popular), que en una fábrica automotriz, sujeto a los dictados del gerente, del líder sindical, y del dueño en Tokio o Detroit, mejor el taxi.
En tercer término, quizás convenga releer el capítulo de El capital, de Marx sobre el despojo de las tierras de los campesinos ingleses y su transformación imperativa en obreros en las fábricas textiles de Manchester. Nadie en su sano juicio se mete de trabajador industrial si le queda otra, dice Marx. Los agricultores ingleses ingresaron a la revolución industrial porque perdieron sus tierras; de no haber sido el caso, allí seguirían.
La economía informal y el narco en México (y muchos otros países) hacen las veces de la tierra (ésta ya le fue arrebatada a millones de campesinos decenios o siglo y medio atrás). El joven recién egresado de la prepa o de tercer o cuarto semestre de la carrera no se ve obligado a trabajar por un salario industrial que resultaría aún menor que los existentes. Puede emigrar a Estados Unidos, o meterse de sicario, o poner un estanquillo. En ninguno de esos trabajos le irá mejor que en la fábrica, pero prefiere eso a la disciplina de hierro de la maquinaria y la industria. Tiene quizás razón en lo individual. A nivel colectivo o nacional, imposibilita el crecimiento del país.