El Globo

El dictador Ortega

El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, obsesionado con permanecer en el cargo ha ordenado represión abierta a quienes exigen su renuncia.

Nicaragua vive una tragedia. La cerrazón e incapacidad política de un gobierno lo convierten justamente en todo contra lo que luchó hace casi 40 años.

La Revolución Sandinista (1979) que derrocó al régimen de Anastasio Somoza es hoy el vago recuerdo nostálgico de una lucha social y militar para terminar con un régimen dictatorial. Hoy las nuevas generaciones quieren su propio momento de gloria en la historia, arrancar del poder al multipresidente que pretende imponerse más allá de la Constitución, de los periodos legales y, sobretodo, de la voluntad popular.

Daniel Ortega (72 años), junto con su esposa Rosario Murillo (vicepresidenta del país), está convertido en una cuasirreencarnación del entonces dictador Somoza, a quien combatió para derrocar, contra el que luchó por una Nicaragua más libre y democrática. Hoy, casi 40 años después, la historia se reedita en un giro caprichoso que parece reproducir los excesos de aquel mandato autocrático y represor.

Ortega, obsesionado con permanecer en el cargo, ha ordenado represión abierta a las protestas y marchas callejeras que exigen su renuncia; grupos paramilitares, armados e incluso –exceso del cinismo- uniformados como miembros del Ejército, arrestan, amedrentan, secuestran a jóvenes participantes de las marchas y cometen peores crímenes.

Según reportes extraoficiales de las organizaciones de derechos humanos, cerca de 400 jóvenes han muerto víctimas de la represión por las protestas; se han registrado balaceras y ataques a templos católicos que protegen y resguardan a manifestantes; el obispo auxiliar de Managua, Monseñor Silvio Báez, ha sido físicamente agredido por hacer frente común con los jóvenes y pedir la renuncia de Ortega, lo que provocó la acusación del presidente al llamarlos "obispos golpistas"; periodistas denuncian secuestro masivo de estudiantes por su participación en las marchas.

Ortega se niega a renunciar y retirarse del cargo en aras de la pacificación del país; afirma que provocaría inestabilidad y que permanecerá hasta 2021 que concluye su enésimo mandato. Y tampoco acepta convocar a elecciones por adelantado.

Cada manzana –en seguimiento puntual al manual revolucionario de Cuba– los nicaragüenses tienen un Consejo de Liderazgo Sandinista –réplica de aquellos comités de defensa de la Revolución en Cuba- donde funcionarios embozados del gobierno evalúan la conducta de los vecinos, su compromiso revolucionario, su lealtad al líder Ortega. Una auténtica antigüedad de control, supervisión y hostigamiento en contra de la población.

Los jóvenes, las nuevas generaciones nacidas después de los 90, más en el nuevo siglo, conocedores por lecciones de primaria de la histórica gesta revolucionaria, desconocen al hoy presidente Ortega como el auténtico líder de un movimiento democrático y liberador. Es y representa lo contrario. Esa distorsión latinoamericana de convertir a las revoluciones en gobierno y después todas las deformaciones y rupturas con el orden legal.

En Nicaragua el FSLN (El Frente Sandinista de Liberación Nacional), fuerza revolucionaria de la victoria y después partido del presidente Ortega, colecciona múltiples acusaciones y demandas por fraude electoral, por trastocar los resultados para mantener a su líder en la silla y a su partido con la mayoría en el Congreso.

España, Estados Unidos, Canadá y a punto la propia OEA, han señalado y lanzado alertas sobre el cercano y posible estallido de una Guerra Civil. Las condiciones sociales, de respeto a libertades, de Estado de derecho, de seguridad ciudadana están prácticamente rotas.

Escuadrones embozados recorren las calles haciendo sangrías al viejo estilo estalinista en las purgas del partido.

¿Cómo se transforma un revolucionario en un dictador? Y con ello, arrastrar a su país a la desgracia, la muerte, la violencia, la desaparición forzada, todos crímenes de Estado.

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