Lourdes Aranda

¿Qué pasó con la Primavera Árabe?

Los movimientos populares como la Primavera Árabe y los posteriores a ésta defraudaron las esperanzas de una vida mejor para millones de personas.

Hace siete años la Primavera Árabe, que se propagó por el norte de África y el Medio Oriente, anunciaba nuevas formas de movilización, facilitadas por las redes sociales. Sin embargo, estos movimientos defraudaron a la primera oportunidad las esperanzas de una vida mejor para millones de personas. En casi todos los países donde hubo movilizaciones populares, el resultado no fueron reformas, mayor apertura e inclusión, sino la vuelta al autoritarismo, en algunos casos recrudecido.

Con el riesgo de incurrir en generalizaciones, el fracaso de la Primavera Árabe se explica por los cambios del sistema internacional, de un entorno más o menos propicio para el surgir de las democracias, a otro poco favorable a su arraigo. En 2011 el gobierno de Estados Unidos, con Barack Obama, se mostró favorable a respaldar los cambios. En este empeño contó con el apoyo de dos de sus aliados regionales, Turquía y Qatar, que vieron la posibilidad de influir en el curso de los acontecimientos. Por su parte, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos parecían estar en el lado incorrecto de la historia al preferir el orden y la estabilidad.

Sin embargo, la multiplicación de los conflictos, el auge del terrorismo global y de las migraciones masivas frenaron el entusiasmo de las potencias occidentales. La principal debilidad que tuvieron las nuevas democracias para defenderse fue precisamente su atributo más característico: la representación de grupos heterogéneos que habían estado marginados del poder, lo mismo liberales que militantes del islam político. Para los países europeos fueron los años de atentados terroristas en numerosas ciudades europeas y el crecimiento del Estado Islámico (EI) ante los vacíos de poder en Siria. La inestabilidad en su zona de vecindad más inmediata se volvió una amenaza a su seguridad.

El ejemplo más dramático del fracaso de la Primavera Árabe es Egipto. Las protestas de la plaza Tahrir de El Cairo fueron el emblema de las movilizaciones en todo el mundo árabe. Su fuerza provocó la deposición del presidente Hosni Mubarak y la realización por primera vez de elecciones democráticas en el país. Estas elecciones tuvieron como resultado el triunfo en el poder Legislativo del antes proscrito partido de la Hermandad Musulmana. El nuevo presidente, Mohamed Morsi tomó una serie de medidas erráticas, dirigidas a reislamizar a la sociedad egipcia. Como resultado, el Ejército lo derrocó mediante un golpe de Estado a poco más de un año de gobierno.

El actual presidente Abdel al Sisi mantiene el Estado de emergencia, que lo faculta a controlar a la mayoría de los medios, a coartar las libertades fundamentales de expresión y de asociación, además de facilitarle ejercer la represión contra sus opositores políticos. En ese contexto, en marzo pasado Al Sisi se reeligió para un segundo periodo en unas elecciones fraudulentas de origen, en las que la ayuda social forzó la participación de los votantes. Es por eso que, para muchos egipcios, el régimen anterior –al que depuso la revolución– palidece comparado con el actual.

La otra cara de la moneda es Túnez, la cuna de los movimientos populares de 2011, donde se mantienen algunos de los logros de la Primavera, probablemente debido a que ha sido históricamente uno de los países de mayoría musulmana más progresistas del mundo. En 2014, la nueva Constitución estableció la igualdad entre hombres y mujeres, además de proponer la paridad en las asambleas de representación y de haber abierto la posibilidad –todavía irresuelta– del reparto equitativo de las herencias.

El destino del país que podría verse como el faro de esperanza para la región podría ser semejante al de su entorno. Túnez se encuentra en medio de reformas para consolidar su democracia y sus libertades, pero al mismo tiempo experimenta cambios de gobierno –por acusaciones de corrupción– y está bajo la amenaza de la interferencia de otras potencias árabes, con la experiencia de atentados terroristas recientes y sin lograr resolver la crisis económica.

Más allá de las consecuencias para los países árabes, la percepción de fracaso de la Primavera Árabe ha tenido repercusiones negativas en el resto del mundo. En pleno siglo XXI, la nostalgia por un pasado pretendidamente mejor –o al menos conocido– ha favorecido que se vuelva a confiar el futuro de países enteros a hombres fuertes –Al Sisi en Egipto, pero también Bashar al Assad en Siria, como si en el pasado hubieran sido la solución y no parte esencial del problema.

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