Es inédito el ritmo de la transición. En apenas dos semanas hemos visto a un candidato ganador que actúa ya como presidente electo. El ritmo es positivo porque muestra un gobierno futuro con capacidad de decisión que cumple sus promesas de campaña. Es malo porque muchas promesas son malas políticas públicas y porque la celeridad puede conducir a la equivocación y al error.
Positivo que se haya convocado a un diálogo para pacificar al país con múltiples foros y la confluencia de gobiernos, organismos internacionales y sociedad civil. Positivo que se hayan dado a conocer medidas de austeridad –no todas pero muchas mandan una señal de orden y mesura para reconstruir la menguada desconfianza en los gobiernos. También ha sido bien recibida la ortodoxia en el manejo de la macroeconomía, que ha llevado a una apreciación del tipo de cambio. Muchos nombramientos del gabinete han sido vistos de forma positiva por la experiencia y mesura de sus titulares; no obstante, llama la atención que muchos candidatos ganadores para el Congreso hayan sido nombrados para cargos ejecutivos cuando su lugar en el Poder Legislativo era muy relevante.
Sin embargo, el ritmo acelerado es caldo de cultivo para las ocurrencias que podrían convertirse en fracasos estrepitosos del nuevo gobierno. Por ejemplo, aumentar la dotación de las transferencias a personas de la tercera edad es factible y una señal de reivindicación social correcta, pero la propuesta de darle una beca a casi tres millones de jóvenes carece de una pista de aterrizaje que la haga viable y benéfica. ¿Quién seleccionará a los jóvenes? ¿Cómo se comprobará que éstos realmente trabajan en las empresas que lo reportan? ¿Cómo evaluar su aprendizaje? ¿Cómo evitar el abuso de empresas que vivan de transferencias del gobierno y que inventen padrones falsos de jóvenes trabajadores?
El costo de estas becas podría ascender hasta 110 mil millones de pesos. López Obrador ha dicho que se trata de un programa que se basará en la buena fe. Varios organismos empresariales han dicho que participarán, pero la naturaleza humana no parece ser una buena aliada para que el programa sea exitoso. Podrá tenerse la buena fe, pero si no hay un mecanismo con el que se pueda seguir cada peso gastado en esas becas, aumentarán los espacios para la corrupción o el despilfarro. Y esto no responde la pregunta de si el apoyo será suficiente para mantener a los jóvenes lejos de las filas del crimen organizado.
Otra propuesta que podría traer muchos perjuicios y conflictos es la descentralización de las secretarías de Estado. En un principio, su costo podría superar 130 mil millones de pesos, a pesar de que el presidente electo hace gala de una política presupuestaria que pretende la austeridad. Este costo podría multiplicarse si se toman en cuenta los laudos laborales. Los primeros grupos afectados serán los burócratas y sindicatos, quienes previsiblemente protestarán ya sea en contra de la medida o a favor de recibir cuantiosos beneficios por apoyarla. Existe el precedente de un organismo que fue trasladado a otra entidad federativa: el Inegi. Después de que sus instalaciones en el entonces Distrito Federal se derrumbaron con el terremoto de 1985, el gobierno decidió trasladar esta organización y ocurrió exitosamente. Sin embargo, el tamaño del Inegi es mucho menor que el de una secretaría como la de Educación Pública o del IMSS.
La tercera propuesta dislocada es la de reducir los salarios de los altos mandos de la administración pública federal. AMLO promete que se reducirán todos los sueldos de aquellos que ganen más de un millón de pesos anuales. Quizá, de entrada, esto parezca razonable, pero podría derivar en una desprofesionalización del servicio público y borrar la memoria institucional de décadas de experiencia de gobierno.
La última iniciativa que me preocupa es la de sustituir a los delegados federales por un coordinador por cada entidad federativa. Actualmente los delegados sirven para vincular a los gobiernos estatales con cada instancia del gobierno federal; por ejemplo, con la Secretaría de Desarrollo Social, la Comisión Nacional del Agua o la Federal de Electricidad. Es cierto que hay excesos y que en algunas entidades puede haber hasta 50 delegados con miles de personas trabajando en oficinas sin hacer nada productivo. Pero sustituir esta estructura inútil con un supercoordinador con perfil político que aspira a gobernar la entidad, puede simplemente crear conflictos políticos y erosionar la eficacia de los gobernadores. Si se quieren reducir costos, la medida es positiva, pero entonces lo conducente sería nombrar a un coordinador sin perfil político ni aspiraciones locales que pueda ser un mediador neutral –alguien de otra entidad que pueda ser un gestor eficaz para que los proyectos federales se ejecuten en las entidades respectivas.
¿Y los privilegios de los partidos políticos y los sindicatos?
López Obrador anunció 50 medidas de austeridad pero no mencionó nada de las prerrogativas de los partidos políticos. En 2019 Morena recibirá más de mil 500 millones de pesos tan sólo de financiamiento federal por actividades ordinarias; faltan los cientos de millones que recibirá como partido con registro estatal. Asimismo, los sindicatos siguen siendo mares de opulencia y despilfarro. Y de estos actores López Obrador no ha dicho nada.
Si la austeridad ha de ser la norma para dignificar la política, que lo sea, pero que no haya cotos de privilegio. En esta lucha por la austeridad, los partidos deben poner el ejemplo.