Razones y Proporciones

¿Guerra comercial internacional?

Aunque parece prevalecer el rechazo internacional a fomentar una rivalidad económica, tal evento no puede descartarse.

En los primeros días de marzo, la administración del presidente Trump decretó un aumento de tarifas a la importación de ciertos productos de acero y aluminio, invocando razones de seguridad nacional.

La acción, diseñada en principio para aplicarse uniformemente, exceptuará de forma transitoria a los socios del TLCAN, así como a la Unión Europea, Australia, Corea del Sur, Argentina y Brasil. La dispensa concluye el próximo primero de mayo, y podría revocarse o renovarse, dependiendo de las concesiones obtenidas por Estados Unidos.

En particular, de México y Canadá se espera una renegociación del Tratado que satisfaga los objetivos estadounidenses, y de la Unión Europea compromisos para reducir su superávit comercial con ese país.

Por su importancia en el comercio de esos bienes, las nuevas barreras se dirigen principalmente a China. Estas han surgido aproximadamente un mes después de haber aplicado aranceles a artículos de energía solar y lavadoras residenciales, que afectan en especial a productores chinos y coreanos, respectivamente.

China ha respondido advirtiendo que impondrá tarifas a ciertos productos de Estados Unidos, las cuales entrarían en vigor a finales de marzo si no alcanza un acuerdo respecto al acero y al aluminio.

Más aún, en los últimos días el gobierno de Estados Unidos ha anunciado planes para cargar impuestos adicionales a cerca de mil 300 categorías de bienes chinos, que representan entre 50 y 60 mil millones de dólares de importaciones anuales. Además, prepara disposiciones más estrictas para la adquisición y transferencia tecnológica.

Estas medidas pretenden contrarrestar las violaciones a los derechos de propiedad intelectual por parte de China, así como el requisito de transferir tecnología a las empresas chinas para establecerse en ese territorio.

Hasta ahora, la respuesta china ha sido mesurada. El premier ha asegurado que su país no desea una guerra comercial y que planea abrir más el sector manufacturero, respetar los derechos de propiedad y no forzar la transmisión tecnológica.

Independientemente de la credibilidad de esas promesas, las iniciativas estadounidenses no constituyen el camino adecuado para lograr los resultados deseados, entre los que destacan dos.

Primero, el presidente Trump interpreta el saldo negativo de la cuenta comercial como reflejo de abuso de otras naciones, por lo que, a toda costa, desea disminuirlo en valor absoluto.

Tal visión es errónea porque son las personas y las empresas, no las naciones, las que comercian, y sólo lo hacen si perciben un beneficio mutuo. Además, a nivel de país, un déficit comercial no es necesariamente sinónimo de debilidad, ya que ocurre como resultado de las entradas de capital.

Por lo mismo, su evolución depende de factores macroeconómicos, difícilmente afectables con aranceles. Como, por identidad contable, el déficit en la cuenta corriente es también la diferencia entre la inversión y el ahorro, su disminución requeriría propiciar un mayor ahorro (o una menor inversión) en Estados Unidos.

Segundo, a ese gobierno le preocupa la pérdida de empleos por las importaciones. No obstante, el desplazamiento de la mano de obra puede ocurrir tanto por la competencia interna como por la externa, y está dominado por el cambio tecnológico que incrementa la productividad.

Si bien los aranceles pueden impulsar el empleo en las industrias protegidas, tienden a reducirlo en los sectores que usan esos productos como insumos. La amplia utilización del acero y el aluminio en los procesos productivos permite anticipar que la pérdida de puestos de trabajo superaría cualquier ganancia.

Finalmente, los aranceles resultan en mayores precios para el consumidor y un menor nivel del PIB, lo cual disminuye el bienestar general de la sociedad.

Estos costos podrían considerarse moderados si el aumento de tarifas ocurre una sola vez. Empero, las consecuencias negativas se magnificarían si la postura proteccionista desencadena una ola de desagravios en la forma de una guerra comercial.

El antecedente extremo se encuentra en los aranceles generalizados que Estados Unidos impuso hace ocho décadas a niveles no vistos en un siglo. Las represalias resultaron en una severa contracción del comercio global que profundizó la Gran Depresión.

Aunque parece prevalecer el rechazo internacional a fomentar una rivalidad económica, tal evento no puede descartarse. Una razón podría ser la obsesión estadounidense con los déficits comerciales y la dificultad de reducirlos con aranceles. De concretarse, la batalla comercial engendraría graves costos para la economía mundial.

COLUMNAS ANTERIORES

Las crecientes limitaciones de agua
La declinante migración mexicana a Estados Unidos

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.