Mauricio Jalife

Sostiene derecho a la privacidad el secreto bancario

Las autoridades que necesiten acceder a datos bancarios deberán obtener previamente la autorización de un juez.

La pasada semana, a través de la resolución de un juicio de amparo que fijó un criterio concluyente de la Corte sobre el punto a debate, se determinó la inconstitucionalidad del artículo de la Ley de Instituciones de Crédito que faculta a procuradurías y otras autoridades para conocer los saldos y el comportamiento de los cuentahabientes en forma directa. Ahora, si una autoridad quiere acceder a esos datos, deberá obtener previamente la autorización de un juez.

El pronunciamiento de la Corte sobrepasa, por mucho, al mero tecnicismo que pudiera encerrar su interpretación, y abre un amplio territorio para muy diversas lecturas. El hecho de someter al escrutinio judicial una facultad de fiscalización tan relevante en una investigación criminal, implica que la autoridad investigadora, sea el SAT, la Auditoría Superior de la Federación o la Secretaría de la Función Pública, o la propia PGR, deban aportar elementos de convicción suficientes a un juez como para que éste libere la orden de revelación de información. Este filtro reducirá significativamente el número de casos en que estos datos alimentaban las conclusiones de las averiguaciones, regresando el secreto bancario al limbo mágico e inalcanzable que en otros tiempos mereció.

Para algunos puristas del derecho, es esta la victoria final del derecho a la privacidad sobre la intervención y la fiscalización del Estado, que devuelve a los particulares la tranquilidad de poder guardar celosamente información al margen de la mirada escrutadora de la autoridad. Al surgimiento y evolución de las diversas premisas que conceden al Estado el rol de Big Brother en materia de finanzas públicas e impuestos, respaldados por el crecimiento exponencial de los medios informáticos de vigilancia, es claro que el derecho humano a la intimidad se encuentra bajo acecho, por lo que estas reivindicaciones deben ser asumidas con toda la carga ideológica que imponen.

Para otros, en cambio, el supremo interés social ha perdido su más efectiva herramienta para la transparencia y la rendición de cuentas, obsequiando un velo redentor a toda clase de actos de corrupción y de transgresión a la ley. Temas que pasan por lavado de dinero, delincuencia organizada o evasión de impuestos, resultarán mucho más difíciles de ser detectados y sancionados. Para efectos prácticos, la sociedad pierde más por esta vía, que lo que gana por la del respeto irrestricto al secreto bancario.

En el desencuentro de estas visiones podemos percibir que, bajo el mismo escudo en el que se cobijará la privacidad del secreto bancario, podrán escabullirse gobernadores perseguidos, narcotraficantes, evasores de impuestos y hasta remisos en el pago de pensiones alimenticias familiares. Ahí radica la fatalidad de este novedoso criterio de inconstitucionalidad que, en lo ancho de su interpretación, trata con el mismo rasero a conductas que socialmente generan resultados de distinto impacto.

En mi opinión, para que los defensores del derecho a la privacidad nos pudiéramos sentir victoriosos, era indispensable que los ministros distinguieran la diversidad de situaciones, regulándolas bajo parámetros diferenciados. En el escenario actual, estamos tratando igual a los desiguales.

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