Pie de Página

Muerte al fin

 

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La muerte es domicilio conocido. Marcelino Perelló fue polemista hasta el final. Se le ocurrió morir en sábado.

Catedrático célebre de la UNAM, maestro inquebrantable y ferviente líder universitario del 68, Perelló nunca respetó límites. Enloquecido, justificó lo injustificable: el abuso siempre es un abuso.

Los errores cuestan mucho. Su último error es imperdonable. Los atropellos sexuales no merecen justificación. Su salida de la UNAM, por la puerta de atrás y en secreto fue justificada y válida. Cuando se quiere a la fuerza rebasar la meta, se impone la ética del no pasarás. Perelló jugó al niño travieso en la senectud. Murió de sí mismo.

Fue un librepensador de la ciencia, que no conoce a Dios ni los buenos modales. Es una pena que sus grandes virtudes se opaquen en el ocaso de su vida. Perelló fue un ferviente aficionado de la libertad. La ejerció en la cátedra, en la radio y en la prensa. La libertad, nunca lo supo, tiene espinas. Y las espinas lo han herido de muerte.

Afable, cordial, incluso bonachón, el maestro transgredió lo transgredible. La modernidad no juzga biografías, carcome deslices: su vida, desafortunadamente, importa poco por sus dichos y contradichos.

El hombre yerra, Perelló fue errático. Y vulgar. Pese a todo, la Universidad pierde una voz vital, genuina y necesaria. Llegará el tiempo en que se valore esa libertad, esa ocurrencia y ese conocimiento.

El futuro, que no conoce de pasiones, logrará separar la palabra de la obra. Perelló fue más que sus debilidades. La historia ventilará sus virtudes académicas. Ya no hay juez.

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