Pedro Salazar

¿A nombre de quién?

 

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La relación entre la sociedad y el Estado siempre será compleja. Por un lado, las autoridades requieren de la confianza de los gobernados para conservar su legitimidad, pero, por el otro y en paralelo, estos últimos deben mantener una distancia razonable y una dosis permanente de desconfianza hacia aquellas para mantener su libertad. Si las autoridades pierden la legitimidad, tarde o temprano se desfondan o se endurecen. En ambos escenarios las libertades se esfuman.

Valga la reflexión para explicar la tensión constante que cruza a la relación entre organizaciones de la sociedad civil y la academia –que no son lo mismo– con los órganos del Estado. En la razón de ser de las organizaciones está la defensa de las causas que promueven; en la misión social de la academia está la vocación crítica con autonomía e independencia; y la justificación de las autoridades pende de su atención y respeto a las primeras y de la tolerancia abierta a las voces críticas que provienen de la segunda. Los equilibrios no son fáciles, pero son indispensables para erigir y conservar a una sociedad que se pretenda democrática.

Los académicos, con frecuencia, deben lidiar con los reclamos y las suspicacias de actores estatales que recelan de las razones que mueven a sus críticas. El cuestionamiento común –y, para decir la verdad, poco original– indaga en nombre de quién se emiten las críticas. En realidad, la insidia no busca una respuesta porque lo que pretende es sembrar una sospecha. Equivale a cuestionarle a un juez en nombre de quién dicta sus sentencias, o preguntarle a un ente regulador en favor de quién emite sus reglamentos. El tiro puede ser mordaz, pero es errado porque lo que en verdad importa son los méritos de las críticas, el sustento de los fallos y la imparcialidad de las ordenanzas.

En lo personal, en estos días he emitido una opinión crítica sobre el proyecto de Ley de Seguridad Interior y sobre algunas sentencias del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Al primer tema dediqué mi columna anterior y al segundo dedicaré lo que resta de la presente. En ambos casos lo hago –por aquello de las suspicacias– a nombre de eso que se conoce como 'convicciones personales' sobre temas de indiscutible relevancia nacional.

Sigo pensando que los lineamientos conocidos como "cancha pareja" que emitió el INE eran una buena idea. Buscaban evitar lo que ahora estamos padeciendo: actos anticipados de campaña pagados con dinero público y privado, que pueden darle al traste a la equidad electoral. Pero el Tribunal Electoral decidió invalidarlos con un argumento jurídico atendible. A juicio de las y los magistrados el INE transgredió "el principio de reserva de ley" e invadió "el ámbito constitucional de competencias del órgano legislativo". Es decir, excedió su facultad reglamentaria. La decisión sería incuestionable sino fuera porque, casi un año antes, el mismo Tribunal ordenó al propio INE ejercer su facultad reglamentaria para emitir "los lineamientos pertinentes que regulen los criterios" que garanticen un uso debido de "las pautas de los partidos políticos en radio y televisión". Ello para evitar "situaciones que puedan implicar un fraude a la Constitución o a la ley" y salvaguardar "los principios constitucionales que rigen la materia electoral".

Mi crítica va más allá de la diferencia de criterio –que el TEPJF salva bien con un formalismo– y se orienta a la médula de la contradicción. Las razones de su primera decisión coinciden con las razones que sustentan la "cancha pareja", y el Tribunal podía –como lo ha hecho– interpretar la Constitución para ensanchar el ámbito material de la facultad reglamentaria del INE. Pero decidieron no hacerlo y eso requiere una justificación ulterior que no consta en la sentencia.

La otra decisión que me preocupa por sus defectos, lecciones y consecuencias es la validación de la elección de Coahuila. Después de leer las argumentaciones queda la impresión de que el TEPJF se propone desmontar, una a una, las conclusiones fiscalizadoras del INE que acreditaban el rebase de los topes de campaña. Cómo si lo importante no fuera garantizar los principios constitucionales que deben regir a una elección, sino los formalismos con los que pretende defenderse el responsable de violarlos. De la decisión judicial no emana la certeza de que no hubo exceso de gasto, sino la impresión de que el TEPJF lo desestimó.

He ahí mi convicción; buena o mala, pero mía.

Correo: opinion@elfinanciero.com.mx

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