Primero lo obvio, pero no por ello irrelevante: la CNDH es una institución del Estado mexicano. Es decir, se trata de una autoridad que, además, tiene autonomía constitucional y ejerce una tarea particularmente delicada. Su misión es investigar y denunciar los abusos que cometen las autoridades en contra de la integridad, la libertad, la vida, etcétera, de las personas. Así que conviene tomarnos muy en serio sus informes.
El pasado 28 de marzo, su titular, Luis Raúl González Pérez, ante el presidente Enrique Peña Nieto no titubeó en sostener que los binomios "inseguridad y violencia, impunidad y corrupción, desigualdad y pobreza" aquejan a la vida de millones de mexicanas y mexicanos. Asesinatos, torturas y desapariciones son calamidades que nos azotan y que, en muchas ocasiones, son cometidas por agentes estatales. Por eso, le recordó al presidente que "el país requiere seguridad, pero no a cualquier costo ni por cualquier medio". Los excesos cometidos por las fuerzas del orden son inadmisibles por su deriva autoritaria que desfonda a la apuesta democrática. Los lugares en los que se ha materializado esa premisa amenazante son concretos y los eventos horrendos: Chalchihuapan, Iguala, Tanhuato, Apatzingán, Tlatlaya, Nochixtlán, entre otros.
Alguien podría decir que hasta aquí el informe reitera algunas tesis conocidas sobre violencia estatal y autoritarismo y recapitula hechos nefandos que ya son públicos. Con eso bastaría para llamar nuestra atención, pero las cosas son peores porque la denuncia principal reside en que las recomendaciones que la CNDH ha realizado han sido, simple y llanamente, desatendidas. Para mí ese es el punto nodal del informe. Es triste pero sabemos que México vive una crisis en materia de derechos humanos; es abrumador pero sabemos que la escalada en el número de homicidios, desapariciones y desplazamientos no se ha detenido; es desolador pero sabemos que la corrupción potencia estos actos; y así sucesivamente. Pero lo peor es que hemos aprendido que la impunidad los cobija. El desprecio por parte de las autoridades a las recomendaciones de la CNDH es abono en esa tierra.
Repito la premisa de partida: la CNDH es una autoridad del Estado mexicano. Cuándo su presidente advierte que "sus exhortos, propuestas y determinaciones encontraron poco eco en las distintas autoridades" y que "en el discurso los derechos siempre se asumen como una prioridad" pero "en la práctica son relegados, como si fueran algo secundario", debemos preocuparnos. Sobre todo si tomamos en cuenta las cifras de violaciones a los derechos y de acciones desatendidas por partes de las autoridades, que constan en su discurso. El mensaje no podía ser más claro: para el gobierno mexicano los derechos de las personas se han convertido en un expediente retórico que adolece de sentido práctico.
Hace unos días, la PGR emitió un comunicado en respuesta al informe de la CNDH. Su texto es lamentable y elocuente. Por un lado, la Procuraduría relativiza la gravedad de las violaciones de derechos humanos y, por el otro, excusa su incumplimiento a las recomendaciones de la CNDH alegando la celebración de reuniones con víctimas, brigadas de trabajo, cursos de capacitación a su personal y generalidades varias. Como si con eso se previnieran, investigaran, sancionaran y garantizara la no repetición de vejaciones, mutilaciones, secuestros, violaciones y otros horrores que son la médula de los reclamos del ombudsman.
Para colmo, en un extremo de cinismo, la PGR advierte que "la investigación de los lamentables hechos ocurridos en Iguala, es responsabilidad directa de la PGR (…), y la CNDH no puede sustituirla en sus funciones". Ahora resulta que la Comisión no debe realizar las investigaciones que le permitan atender las quejas y determinar las violaciones a los derechos de las personas. A confesión de parte, relevo de pruebas.
Hace algunos años alguien me dijo que la agenda de los derechos humanos era cuestión de los espíritus optimistas, cursis o despistados. Nada más equivocado. La lucha por los derechos abreva del realismo y el desencanto. Lo que mueve a sus defensores es la conciencia del daño que podemos causarnos unos a otros los seres humanos y la certeza de que los excesos de poder pueden destruir vidas, familias, comunidades. Cuando decimos que vivimos una crisis de derechos humanos, eso es lo que denunciamos. Pero al gobierno parece tenerlo sin cuidado.