Pedro Salazar

La gran familia judicial

Del total de jueces y magistrados, 51 por ciento tiene al menos un familiar trabajando en el Poder Judicial y del 93 por ciento de los parientes de esos juzgadores ocupan cargos.

Felipe Borrego Estrada, consejero de la Judicatura, metió luz sobre este enjambre hace ya varios meses. Documentó, con datos duros y sin inferencias, la red de relaciones familiares que unen a funcionarios –administrativos y judiciales– del Poder Judicial de la Federación en diversos circuitos jurisdiccionales del país. No lo pudo hacer en algunos muy importantes, como el que abarca a la Ciudad de México. Tampoco lo hizo –porque no es cuestión de su incumbencia– en los poderes judiciales de los estados ni en la estructura de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que, en estos menesteres, es una caja cerrada. Pero lo que miró en donde pudo mirar fue suficiente para preocuparnos.

Por eso Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad encargó a Julio Ríos Figueroa, riguroso politólogo experto en temas judiciales, que usara los datos para extraer más conclusiones sobre las posibles causas y, sobre todo, efectos de esta maraña consanguínea que une a muchas de las personas que trabajan y administran justicia en nuestro Poder Judicial. La premisa fue utilizar los datos "sin adicionar información ni modificar su estructura". Lo que extrajo fue un mapa del nepotismo y el déficit meritocrático –como se intitula el reporte– que aqueja a nuestra justicia.

En el Poder Judicial federal existen 45 puestos de servidores que participan en desahogar casos y emitir sentencias. Sólo cinco de ellos son de carrera judicial. Para colmo, sólo dos de esos puestos –el de juez de distrito y el de magistrado de circuito– exigen un concurso de oposición para ser ocupados. Por si no bastara, en esos concursos sólo participan quienes ya forman parte del Poder Judicial. Al menos ese fue el caso del 87 por ciento de los concursos realizados desde 1995 hasta 2016. Esto se conoce como endogamia: "Actitud social de rechazo a la incorporación de miembros ajenos al propio grupo o institución" (RAE). O sea, a las tareas judiciales no necesariamente se incorporan los mejores perfiles –por ejemplo, jóvenes egresados de universidades con promedios destacados–, sino quienes por una u otra puerta ya entraron a la casona de los jueces.

A eso se adhiere el nepotismo. Del total de jueces y magistrados, un 51 por ciento tiene al menos un familiar trabajando en el Poder Judicial. Y el 93 por ciento de los parientes de esos juzgadores ocupan cargos que no obtuvieron por sus méritos. Ello está, simple y llanamente, mal. La presencia de parientes en una misma institución pública no es de suyo censurable. Faltaba más. Pero la coexistencia laboral de personas que son familiares debe pasar por la acreditación de sus méritos profesionales. Lo contrario se considera, en estados de derecho dignos de ese nombre, como se documenta en el reporte de Ríos Figueroa, corrupción. Para colmo, en el caso de nuestro Poder judicial, los puestos que ocupan los familiares suelen ser de designación directa, y el más socorrido es el de Oficial Administrativo, al que se ingresa fácil y desde el cual se participa en la producción de las sentencias.

Por eso cuando se presentó el reporte que ahora reseño, comenté que lejos de los rigores del derecho y de las aspiraciones de justicia, en un arreglo institucional como el nuestro, los casos judiciales –que tienen que ver con nuestro patrimonio, nuestra libertad, nuestra seguridad– podrían decidirse en las sobremesas familiares de los domingos. No se trata de una exageración si tomamos en cuenta, por ejemplo, que en la mitad de las "adscripciones donde hay relaciones endogámicas, hay entre cuatro y 12 relaciones familiares"; o que en el circuito cuarto de Nuevo León hay 99 relaciones endogámicas; en el Décimo Séptimo radicado en Chihuahua hay 72, y en el Décimo Sexto ubicado en Guanajuato conviven 65 parientes.

Hace casi 25 años apostamos como país por el fortalecimiento de nuestras instituciones civiles de justicia. Para ello se aprobó una ambiciosa reforma constitucional que convirtió a la Suprema Corte de Justicia en un Tribunal Constitucional y creó un Consejo de la Judicatura. Uno de los ejes centrales de esa transformación era la creación de un servicio judicial de carrera –administrativo y jurisdiccional– para garantizar que el mérito y la responsabilidad fueran los ejes de las carreras profesionales de los funcionarios judiciales. Desde entonces algunas cosas han cambiado para bien –la SCJN, por ejemplo, cada vez es más un tribunal de constitucionalidad digno de ese nombre–, pero en otras fracasamos. La gran familia judicial da cuenta de ello.

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