Opinión

¿Los tienen en WhatsApp?

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Hace algunas décadas, Jorge Carpizo propuso una tesis que tuvo un éxito notable. Me refiero a las llamadas "facultades metaconstitucionales" del presidente mexicano.

Se trataba de seis potestades que no estaban escritas en la Constitución, pero que, gracias al arreglo político dominante en los años del partido hegemónico, aumentaban de manera considerable los poderes presidenciales. Por ejemplo, controlaba al Poder Legislativo y a los gobiernos estatales a través de su rol como jefe nato del partido dominante, o designaba a quién –sin las incertidumbres de las elecciones competidas– sería su sucesor. La transición democrática arrasó con todas aquellas facultades del hiperpresidencialismo nuestro.

De hecho, como he intentado demostrar en un librito que publiqué hace algunas semanas (El Poder Ejecutivo en la Constitución mexicana. Del metaconstitucionalismo a la constelación de autonomías, FCE, 2017), con el paso de los años, durante el siglo XX y en lo que va de este, el presidente mexicano ha perdido muchos de sus poderes políticos y, sobre todo, constitucionales. La democratización le arrancó el control de las elecciones y con ello el control legislativo, el Gobierno de la Ciudad de México, la supremacía sobre el orden local y así sucesivamente.

Pero también las reformas jurídicas fueron mermando sus poderes. El presidente fue perdiendo la capacidad de nombrar y remover de manera directa a altos funcionarios de su gobierno y, sobre todo, perdió todas y cada una de las facultades que ahora realizan los llamados Órganos Constitucionales Autónomos (OCA's).

El dato es interesante e importante. Las tareas que realizan el Banco de México, el Inegi, la CNDH, el IFE, el Ifetel, la Cofece, el INEE, el INAI y, así sucesivamente, algún día fueron competencia del presidente de la República. Ello ha implicado una merma muy considerable a los poderes constitucionales del Poder Ejecutivo, que se perfeccionará cuando adquiera autonomía la Fiscalía General de la República (hoy PGR). De hecho, al menos en teoría, esos organismos nacieron para liberar del control político presidencial ciertas materias estratégicas para el desarrollo y la modernización del país. Se le conculcó al presidente la potestad de organizar las elecciones, de garantizar los derechos humanos, de generar la información estadística, de regular los medios de comunicación, etcétera. Ello para despolitizarlas y, en paralelo, para acotar y controlar las facultades de un poder que había nacido 'supremo' en la Constitución de 1917.

Así las cosas, en principio la persona que gane la presidencia de la República este año tendrá muchos menos poderes que los presidentes de antaño, y deberá lidiar con OCA's que regulan y administran tareas en las que no podrá interferir. Lo suyo serán los tiempos del hiperpresidencialismo. Ante ese escenario existiría un sobredimensionamiento mediático y de opinión en torno a la relevancia de la elección presidencial. ¿Qué tanto importa quién encabezará al Poder Ejecutivo si sus poderes de otrora se encuentran en otras manos? La pregunta es pertinente pero su respuesta ambivalente. La explicación está en el WhatsApp.

Supongamos que alguno de los candidatos a la primera magistratura
–por razones biográficas y de trayectoria pública– conoce y ha interactuado con los titulares de los OCA's a lo largo de los años. Incluso imaginemos que tienen relaciones de amistad, camaradería y respeto. Por lo mismo, de manera individual y en grupos compartidos con personas afines, intercambian mensajes con frecuencia sobre temas políticos y profesionales. Pues bien, si llegara a ganar la elección presidencial es probable que pudiera articular acciones y coordinar tareas de manera espontánea sin resentir la autonomía constitucionalmente otorgada. Sería el metaconstitucionalismo del siglo XXI.

Imaginemos un escenario opuesto en el que quien gana la presidencia de la República no conoce, no cuenta con el aprecio, no tiene buena relación, etcétara, con los y las titulares de los OCA's. No se comunican por WhatsApp. Esa gestión presidencial sería la más acotada y controlada de la historia del México moderno. Sus promesas en materia educativa, económica, de telecomunicaciones, etcétara, estarían supeditadas a las decisiones de instituciones que se rigen por normas propias y no dependen de su gobierno. La confrontación podría ser la constante y el desencuentro la regla. A ese hiperpresidencialismo la Constitución podría parecerle estrecha.

Correo: opinion@elfinanciero.com.mx

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