Aquellos primeros meses de gobierno de Donald Trump, el secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, no veía por dónde habría certidumbre ante un personaje explosivo en la relación bilateral. Videgaray lamentaba con asombro negativo que muchas personas le habían comentado que Trump cambiaría su discurso beligerante contra México una vez que asumiera la jefatura de la Casa Blanca, pero que no veía que eso estaba pasando. Desde que inició Trump su campaña presidencial, en junio de 2016, México se convirtió en uno de sus objetivos para ganancias electorales, primero con la construcción del muro fronterizo, y luego con sus amenazas de abrogar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Comenzó en ese mes la montaña rusa para la estabilidad financiera mexicana, porque cada exabrupto de Trump tenía un impacto negativo en los mercados. En todo este periodo, los arranques de Trump causaron una devaluación del peso de casi 25 por ciento frente al dólar, y que miles de millones más, en inversiones programadas, se detuvieran hasta saber qué sucedería con el acuerdo comercial. Se inició también un largo recorrido para el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto que, al iniciar la administración de Trump, realizó ajustes estratégicos en su gabinete.
Peña Nieto incorporó a Videgaray como secretario de Relaciones Exteriores, y éste nombró dos embajadores, Gerónimo Gutiérrez –que era director del Banco para América del Norte, una de las instituciones que nacieron del primer TLCAN, con experiencia política y diplomática–, a quien envió a Washington, y Dionisio Pérez Jácome –quien era el representante ante la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico en París, y que participó en la negociación agrícola del primer pacto comercial en 1993–, a Ottawa.
No fueron pocas las veces que la negociación pareció desbarrancarse por la forma como el embajador Robert Lighthizer, representante comercial de la Casa Blanca, incorporaba de manera inesperada, como fue la Cláusula Sunset, puesta sobre la mesa tras el receso de Navidad, o el endurecimiento estadounidense ante las reglas de origen en el sector automotriz. En esos casos, la dupla Videgaray-Guajardo operó para reabrir nuevamente el camino en sus pláticas bilaterales con Jared Kushner, yerno y asesor del presidente Trump, y responsable de la relación con México, y Lighthizer, con quien el secretario de Economía fue construyendo una relación de confianza y certidumbre. Lighthizer llegó a confiar que Guajardo "es un negociador muy difícil de convencer, pero un gran conocedor de su tema".
La visión de Videgaray, que era mejor un mal acuerdo a no tener acuerdo –una máxima en la negociación–, se enfrentaba con la visión de Guajardo, que era mejor no tener un acuerdo a tener uno malo. Las tensiones, mostradas en algunas columnas periodísticas, provocaron algunas diferencias entre ellos, aunque fueron siempre superadas. De acuerdo con colaboradores de uno de los secretarios, esas tensiones se dieron de manera más clara en los equipos de ambos, pero no por diferencias de fondo, sino de forma. Videgaray decía insistentemente a su equipo que el papel de Relaciones Exteriores era evitar que otros temas de la relación bilateral distrajeran el trabajo del equipo negociador, y que lo que tenían que hacer era "limpiarles el camino".
"Videgaray y Guajardo jugaron siempre al good cop y bad cop", dijo un funcionario de alto nivel, utilizando la metáfora del policía bueno y el policía malo. "A veces uno era el malo y el otro el bueno, y, según la circunstancia, intercambiaban papeles". De acuerdo con los funcionarios, la inclusión de Jesús Seade, representante del presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, no fue para mal. Videgaray se refirió a él de manera muy elogiosa durante la conferencia de prensa que ofreció junto a Guajardo y Seade mismo, en Washington, este lunes. "Seade entendió rápidamente la estrategia del good cop y bad cop, y apoyó la forma como se hizo. La impresión que dejó con los secretarios fue muy buena, al dejar ver el conocimiento y experiencia que había adquirido en negociaciones multilaterales viejas y el GATT".
Los caminos sinuosos llegaron a una primera conclusión el lunes, con el anuncio del acuerdo que mostró, sin embargo, otro cambio radical en la posición original de México, al abandonar como principio que tenía que ser un acuerdo trilateral, porque la inclusión de Canadá aportaba significativamente a la cadena de valor, y optar, para poder darle la vuelta a los problemas políticos entre Trump y el primer ministro, Justin Trudeau, y entre Lighthizer y la canciller canadiense, Chrystia Freeland, y avanzar en función de los intereses mexicanos.
Esta actitud no deja de ser una paradoja. Cuando comenzaba la renegociación, los canadienses dijeron públicamente que ellos estaban dispuestos a mantener una vía bilateral con Estados Unidos, porque al no existir un conflicto entre Trump y Peña Nieto y México, no querían que esas diferencias afectaran su negociación. Con el tiempo, dicen funcionarios estadounidenses, quienes mostraron no ser confiables fueron los canadienses, donde hubo dos ocasiones, incluso en que compromisos de Trudeau con Trump, fueron incumplidos. Trump se molestó con Trudeau y públicamente lo ha denostado. A Lighthizer no le gustó que Freeland cabildeara en el Capitolio para que lo presionaran los legisladores.
La molestia de Washington con Ottawa fue vista claramente por los mexicanos, quienes en el alineamiento final del equipo negociador, sacrificaron la trilateralidad como requisito para dar certidumbre a los mercados y expectativas a los inversionistas, y aceptaron el acuerdo bilateral –que no excluye eventualmente la integración de Canadá. La decisión, avalada por el próximo presidente de México, fue pragmática y acertada.