Los jefes de las casas encuestadoras observan con sorpresa cómo la preferencia electoral de Andrés Manuel López Obrador se ha ido incrementando sostenidamente. En 2006 votó por él poco más de 35 por ciento del electorado y en 2012 lo hizo 31.57 por ciento de los mexicanos. Es decir, el techo histórico de López Obrador se encontraba en alrededor de una tercera parte de los votantes, mientras que entre 65 y 70 por ciento votaban contra él. Las recientes mediciones prueban que ese techo se rompió. Si tomamos como referencia la última elección presidencial, el candidato de Morena tiene en estos momentos 42.7 por ciento de preferencia de voto, de acuerdo con el agregador de encuestas oraculus.mx, tras un brinco de casi cinco puntos desde febrero. Si eso se traduce a votos, significaría aproximadamente que cinco millones de mexicanos, que no votaron por él hace seis años, lo quieren hacer el 1 de julio.
López Obrador considera que esos votos son por su persuasión y convencimiento de los mexicanos de que su proyecto de nación es el único correcto, y que serán sufragios incondicionales para él. Los números no parecen darle la razón. Hasta febrero pasado, se había mantenido muy estable en las preferencias de voto, como se apreció en la encuesta de EL FINANCIERO, que también registraba una disminución importante en sus negativos, que ha sido una tendencia coincidente con el incremento en los negativos de la gestión presidencial. El brinco que dio a partir de febrero, podría argumentarse, tiene una correlación con la creciente opinión negativa de José Antonio Meade, el candidato oficial (40 por ciento), que entre más lo conocen más rendimientos decrecientes tiene, y la mala imagen que han dado las acusaciones de corrupción al candidato frentista, Ricardo Anaya.
Se puede argumentar que el despegue radical del morenista está asociado con una creciente decepción de sus adversarios, no por el convencimiento en sus ideas, lo que permite establecer como hipótesis de trabajo que el techo lo rompió un tsunami que cada vez se hace más grande y más poderoso de votantes, que lo que quieren es no sólo un cambio de partido en el gobierno, sino un cambio de régimen, donde el PRI y el PAN son echados a la misma bolsa de desprecio. Si la hipótesis se prueba en las elecciones, lo que comprobará es lo que un viejo y experimentado político priista llama "la inevitabilidad" de la victoria de López Obrador, que es el único que verdaderamente representa ese cambio de régimen.
En esta misma línea de pensamiento, es irrelevante lo que haga o deje de hacer López Obrador, o lo que diga y crea, por más estrambótico que pudiera ser. Los votantes que le están dado su apoyo, particularmente aquellos que no lo respaldaron antes y hoy lo ven como el vehículo para cobrarle las facturas al régimen –también una hipótesis de trabajo–, lo están oyendo, pero no lo están escuchando. Está el ejemplo del grupo de los millennials, que según una encuesta del portal Nación 321 de EL FINANCIERO, 51 por ciento votaría por él, muy por encima del segundo escogido, Ricardo Anaya, que tiene 29 por ciento de preferencia.
La paradoja, que apoya la hipótesis de que oyen a López Obrador pero no lo escuchan, es que es el candidato que está en las antípodas de ese grupo. La última encuesta global que realiza la empresa Deloitte en 30 países emergentes en ese segmento, difundida el año pasado, dice que los millennials, totalmente inmersos en la tecnología, no apoyan en general a los líderes que polarizan o que buscan una transformación radical en lugar de un cambio gradual. Tampoco son nacionalistas sino globales, y piensan que los negocios –que consideran el principal motor para su bienestar– son los que tienen el potencial para aliviar los mayores problemas de la sociedad. La visión de país de López Obrador es opuesta; generacionalmente es el más alejado de ellos, no es tecnológico, pretende una nación cerrada al mundo con un cambio en las relaciones diplomáticas y comerciales internacionales, y un modelo económico que, así como lo explica él, es más probable que conduzca a una crisis que a un desarrollo sostenido.
Lo que sucede con los millennials en el caso de López Obrador pasa con todos los grupos demográficos y socioculturales, en los que aventaja a sus rivales en casi todos los rubros. No importa lo que diga, es la bala de plata contra el régimen. Bajo esta categoría de análisis, lo que estamos viendo en la campaña presidencial es meramente un trámite, porque el enojo o la rabia de millones de mexicanos se va a expresar en las urnas sin reflexionar sobre quién está mejor preparado para gobernar, o quién tenga el mejor programa de gobierno. La discusión sobre los atributos, fortalezas y debilidades, entonces, pasa a un segundo término, porque un debate en ese campo es estéril.
Hoy en día parece que ese cambio de régimen es el destino manifiesto que reflejan las encuestas. Sin embargo, nada estará escrito hasta la noche del 1 de julio. Muchas cosas pueden pasar, como que el etnocentrismo de López Obrador, que se ha venido expresando públicamente en las últimas semanas y que ha chocado en planteamientos con lo que explican sus asesores, lo lleve al extremo donde lo sonoro de sus dichos sea finalmente escuchado por todos, y que sus adversarios entiendan que la lucha no es contra él, en el fondo, sino contra un sistema que representan y que finalmente colmó a millones, dispuestos hoy a liquidarlos en las urnas.