El más grande hito de la elección presidencial de julio próximo es que está en disputa el proyecto de nación. En palabras del presidente Enrique Peña Nieto, se pondrá en juego la continuidad de la modernización de México versus el regreso al pasado. En voz del candidato oficial, José Antonio Meade, se trata de ir para adelante o para atrás. En esta idea binaria, el aludido es Andrés Manuel López Obrador, quien no se ha dado por aludido. Este planteamiento también presupone que el candidato frentista, Ricardo Anaya, estará fuera de competencia, lo que hasta ahora no ha sucedido porque entre él y Meade se pelean rabiosamente el segundo lugar, con un López Obrador que se aleja cada vez más en las preferencias electorales.
Este hito, planteado reiteradamente por Peña Nieto, pasa por la eliminación de Anaya de la contienda. La estrategia para hacer una lucha parejera entre Meade y López Obrador, requiere dejar atrás a Anaya en las tendencias del voto y subir la cima para atacar al candidato de Morena. Hasta ahora, sin embargo, lo único que están logrando en la campaña oficial es una reedición del colapso de Josefina Vázquez Mota, candidata presidencial del PAN, en la campaña de 2012.
Hace seis años, el equipo de Vázquez Mota fue excepcionalmente capaz para romper el momentum de Peña Nieto. En 17 días, de acuerdo con el tracking poll de la campaña panista, le quitaron a Peña Nieto 20 puntos de aprobación, mediante una campaña que exhibía que las obras que presumía haber concluido en su gestión como gobernador del Estado de México, estaban inconclusas o abandonadas. Eran una mínima parte de las obras las que tenían problemas, pero fue suficiente para crear la percepción de que había mentido. El problema fue que Vázquez Mota no creció mientras Peña Nieto caía y López Obrador, que hablaba de amor, capitalizaba la batalla ajena. Hoy sólo hay que cambiar el nombre de Meade por Vázquez Mota y Anaya por Peña Nieto, porque la estrategia está resultando en el mismo Waterloo de aquél entonces.
En 2012, al ver la debacle de Vázquez Mota, el entonces presidente Felipe Calderón ordenó al PAN redirigir sus ataques hacia López Obrador, en busca del voto estratégico (o útil) que impidiera su victoria. Hoy Peña Nieto, que le debe a Calderón parte de su victoria, no puede hacer lo mismo. Aunque en el discurso el diferendo es el choque entre dos modelos de país, en los hechos pareciera que la campaña contra Anaya responde a un interés personal del presidente –que se siente traicionado por el exlíder del PAN por incumplir, sostiene, sus compromisos en la contienda por la gubernatura mexiquense–, con un odio superior al temor mismo que una victoria de López Obrador borre su legado de las reformas.
Anaya no representa un riesgo para las reformas peñistas, de las cuales fue una parte importante en su negociación y cocimiento legislativo. Por tanto, una final con Meade no representaría la anticipada disputa por la nación y se mantendría el bipartidismo de facto que caracteriza al sistema político en lo que va del siglo. El peligro es lo vitriólico del choque entre él y Peña Nieto, a un nivel tan elevado que dentro de Los Pinos consideran que si alguien buscaría realmente llevar al presidente a la cárcel, sería el frentista. Pero esta discusión es retórica en este momento, pues entre los dos apenas si llegan a los puntos porcentuales que tiene López Obrador de preferencia electoral. El tema de fondo entre el candidato de Morena y cualquiera de los demás, no obstante, sí es la disputa por la nación.
Peña Nieto, Meade, Anaya y Margarita Zavala, la candidata independiente, apoyan la globalización, mientras López Obrador el nacionalismo. Los primeros promueven la apertura del mercado; el otro, su cierre. Para unos, la interdependencia es vital para el desarrollo y la integración al mundo; para el otro, es dependencia. El choque es entre un proyecto de control presupuestal y fiscal, contra uno de gasto público; el gobierno como regulador de la economía contra el gobierno como rector de la economía. Enfrenta también los andamiajes institucionales a los actos de fe, el eterno forcejeo entre los técnicos y los inspirados. Pero también es una confrontación de las libertades conquistadas, contra las libertades tuteladas.
Son dos modelos de nación, en efecto. Uno anclado en el modelo económico de la posguerra que hizo crisis en 1971, cuando el presidente Richard Nixon canceló unilateralmente los acuerdos de Bretton Woods y dejó de usar el patrón oro como referente del dólar. Seis años después comenzó la reconversión industrial, llamado 'neoliberalismo', que produjo bonanza para unos y desigualdad para muchos. La crisis financiera de 2008 y 2009 regresó la teoría de John Maynard Keynes, pero no duró mucho por lo inviable de aplicarla como se había hecho en la posguerra.
La discusión sobre el proyecto de nación, por más importante que es, no importa a la mayoría. En cinco años la molestia por la corrupción, la impunidad y la incompetencia generaron un consenso en contra de Peña Nieto, que arrastra a su candidato. La desaprobación a su gestión, de casi ocho mexicanos de cada 10, se acerca a la preferencia de votos sumadas de López Obrador y Anaya. La elección no está en la díada por el modelo, sino en los gritos de cambio. El gran hito de esta elección está borrado por el ánimo reivindicativo que los mexicanos están viendo en las urnas, este julio.