La campaña presidencial arrancó con más certidumbre que incertidumbre sobre el resultado final, y con la creciente idea de que Andrés Manuel López Obrador ganará. No es sólo una percepción derivada de su ventaja en las preferencias electorales, porque similares o mayores diferencias llevaban los candidatos presidenciales en 2000 y 2006 cuando se cruzaron ganadores –Vicente Fox y Felipe Calderón– o no tuvo suficiente tiempo uno de los contendientes –López Obrador– para alcanzar y derrotar a su adversario en 2012. Se finca en dos factores centrales: Ricardo Anaya se desangra lentamente cada semana, perdiendo capacidad competitiva, y que la apuesta de José Antonio Meade no está logrando sobreponerse al desgaste del PRI –el antipriismo es 300 por ciento más grande que hace seis años–, al proyectar como representante de la continuidad una imagen más de impunidad que de consolidación de un proyecto de nación.
Pero la campaña recién empieza y a partir del viernes, se cree, es un nuevo juego. El antes y después del inicio de campaña se ha convertido en uno de los grandes hitos de la contienda. Bajo esta racional, se considera convencionalmente que López Obrador, como ha sucedido en las dos elecciones previas, irá perdiendo competitividad porque va a cometer los mismos errores que en el pasado; Anaya será descarrilado por la cruzada del PRI y el gobierno en su contra, y Meade modificará las malas experiencias en precampaña y con el miedo de las élites a López Obrador ganará la elección. Este escenario, que no logra terminar de construir el PRI porque no se puede deshacer de Anaya, pone a prueba otros hitos de 2018:
1. Enrique Peña Nieto podrá haber sido un mal presidente, pero es un formidable estratega electoral. Los datos electorales dicen otra cosa. En las elecciones para gobernador en 2016 perdió siete de las 12 gubernaturas en juego –perdió, porque él avaló a los candidatos– y entregó a la oposición cuatro estados que nunca habían estado fuera del control del PRI. En esa elección desapareció 20 por ciento de su fuerza electoral y se colocó en el nivel más bajo desde que inició la alternancia del poder, hace casi tres décadas. El diagnóstico sería más bien que es un mal estratega electoral, que lo único que ha producido para su partido son derrotas.
2. El voto duro del PRI gana elecciones. La convicción casi religiosa de que esto sucederá, lleva a afirmar al coordinador de la campaña de Meade, Aurelio Nuño, que van a ganar la elección con más de 20 millones de votos. Su confianza radica en la estimación interna que el voto duro le da, de saque cuando menos, entre 15 y 18 millones y medio de votos, que lo colocan en niveles competitivos. Ese voto duro, sin embargo, no se sostiene con las votaciones intermedias en 2015, donde el PRI obtuvo sólo 11 millones 638 votos. Si a estos se le suman los poco más de cuatro millones que tuvieron en esas elecciones el Partido Verde y Nueva Alianza, apenas si rebasarían los 15 millones de votos, con lo que llegarían apenas a los obtenidos por López Obrador en 2012. Se podría argumentar que las comparaciones tendrían que hacerse entre elecciones presidenciales y no entre una presidencial y una legislativa, lo cual vale para un análisis histórico, pero no para medir la evolución de la fortaleza del llamado voto duro. De hecho, las encuestas sugieren hoy en día que el voto para el PRI el 1 de julio no rebasará los 10 millones, casi la mitad de lo que logró Peña Nieto en 2012. ¿De dónde salen las cifras mágicas de la campaña del PRI para afirmar, como lo han hecho, que superarán los 20 millones de votos? Un miembro de ese equipo reveló: vamos a llevar a 150 personas a votar en cada casilla. Es decir, con base en la movilización del voto duro, van a la caza de 15 por ciento de indecisos o de frentistas, con lo que calculan una votación superior a los 23 millones. Cómo harán para convertir su matemática en votos, está por verse.
3. No importa si el candidato del PRI arranca con uno por ciento de conocimiento, afirmaba el presidente Peña Nieto, la campaña electoral hará que lo conozcan. Esa frase, realizada hace poco más de un año y medio, es absolutamente cierta. Meade es la prueba: de un conocimiento de menos de 20 por ciento, hoy sabe de él más de 85 por ciento en el país. La debilidad del argumento, sin embargo, es lo lineal del pensamiento de Peña Nieto al no calcular las externalidades que vendrían con ese conocimiento. La ubicación de su candidato en las preferencias electorales muestran que una, o la principal razón de su bajo rendimiento, es el descrédito del presidente –entre siete y ocho mexicanos de cada 10, desaprueban su gestión– que arrastra al candidato y a su partido. Entre más conocen a Meade, más lo identifican como el candidato de la continuidad, pero no el de las reformas, sino el de la impunidad y la corrupción. ¿Es esta una verdad a pie juntillas? Es irrelevante. La percepción se impuso y la está pagando Meade en las preferencias electorales.
Un alto número de mexicanos creen que Meade se encuentra en una posición incómoda, observación que no comparten ni él ni su equipo, donde su autoevaluación es positiva. "En diciembre no existíamos", dice uno de sus miembros. "Hoy estamos en competencia". O sea, otro hito de esta lucha presidencial, que cotidianamente desafía López Obrador.