Por diseño, el gabinete del presidente Enrique Peña Nieto se construyó sobre dos secretarios de Estado que concentran el poder y distribuyen el juego administrativo. Por decreto, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, es el jefe del gabinete, pero en la práctica cotidiana, hay otro jefe de gabinete en las sombras, el secretario de Hacienda, Luis Videgaray. Uno para la política coyuntural y la seguridad, y el otro para la economía y la política estratégica. Son los dos pilares del presidente. El primero es su amigo y camarada de múltiples acciones políticas desde que eran gobernadores; el segundo es su principal estratega y álter ego con quien cada noche tiene acuerdo en Los Pinos para revisar lo que hubo, lo que viene, y lo que hay que hacer.
Aunque tienen funciones perfectamente definidas, en el plan de acción diario Videgaray se cruza al campo de la política por instrucciones presidenciales. Videgaray fue quien organizó y facilitó el Pacto por México, desde su sede informal en las oficinas alternas del secretario en Polanco, y es responsable del trabajo federal en Guerrero. La madurez de los dos secretarios y la certeza que su jefe toma las decisiones, incluidas las que duelen en el corazón, con la cabeza fría, ha evitado una confrontación entre ambos. Sin embargo, el modelo se ha venido agotando y no tardará en que esa concentración que ayudó a la eficacia del gobierno deje de ser un activo y comience a ser un lastre.
El último síntoma de ello son las consecuencias de la derrota del secretario de Hacienda en el terreno de la opinión pública, quien desde que el INEGI reportó hace más de dos semanas que México estaba en recesión, rebatió vehementemente ese diagnóstico, en una lucha donde terminó derrotado en el mismo campo de batalla, al tener que ajustar el pronóstico de crecimiento para 2014 el viernes pasado. Todo lo que dijo, para efectos prácticos quedó anulado. Todo el discurso positivo quedó arrollado por el dato negativo. En la prensa de este domingo se llamó a su renuncia y a que el presidente, lo destituya.
No va a suceder, cuando menos, todavía. En el andamiaje actual del gobierno, Videgaray y Osorio Chong proveen el balance público y el equilibrio en el gabinete. A diferencia de gabinetes anteriores, el de Peña Nieto no opera por compartimentos, donde se pueda eliminar a un secretario sin alterar el diseño general. Los dos son presidentes adjuntos, o vicepresidentes en el esquema español donde uno se encarga de la política y el otro de la economía, por lo que deshacerse de uno sería cortar un brazo muy difícil de reemplazar porque desestabiliza el modelo. Relevar a uno significaría cambiar toda la estructura sobre la cual funciona el gobierno para mantener el equilibrio de poder interno. Mover a uno de ellos sin contrapeso, equivaldría al cambio de diseño. En efecto, esta decisión no se ve cerca.
No se puede olvidar que los cambios en un gabinete –que no sean verdaderamente por causas de fuerza mayor, o decisiones estratégicas con fines políticos y electorales– son señales inequívocas de fallas serias en la misión y los objetivos en una dependencia que alteran las metas del gobierno, pérdida de credibilidad ante sus interlocutores que conviertan en desechable al funcionario, crisis profundas por conflictos entre titulares de cartera o eventualidades políticas o económicas, o por la necesidad de un golpe de timón para que el presidente recupere legitimidad y espacio político que le gane tiempo. Pero el presidente no ha dado señal alguna de haber perdido la confianza en Osorio Chong o en Videgaray.
El diseño del gabinete tampoco está fracturado. Osorio Chong sobrevivió sus momentos más críticos, cuando la seguridad se comió la operación política y el país, por la forma como organizó el secretario de Gobernación la lucha contra los criminales, volvió a teñirse de rojo y de zonas de Estado fallido. Videgaray lleva un año enfrentado a los sectores productivos y su manejo de la política económica produce de manera sistemática resultados negativos, pero no pierde acceso ni influencia en Los Pinos. Sin embargo, hasta este modelo es finito, y las señales del desgaste son cada vez más evidentes. Los altos niveles de desaprobación presidencial, la incertidumbre sobre los plazos para aprobar las leyes secundarias y la confrontación con los sectores productivos, son las hendiduras sobre la mesa.
Pero debajo de ella está lo más delicado, los síntomas de fractura en el consenso de las élites, que no necesariamente tienen que reflejar rupturas en el gabinete que están surgiendo. Un gobierno puede gobernar en medio de una molestia nacional si las élites lo respaldan. Pero un gobierno no puede gobernar si las élites le dieron la espalda, porque forman parte del cuerpo gobernante de un país. No es Peña Nieto, sino su modelo de gobierno que responde al diseño sobre dos pilares, lo que ha provocado el creciente disenso y que tendría que llevarlo a pensar, para el mediano y largo plazos, que el tiempo para cambiarlo, o para sustituir a sus operadores, está cerca. No es reconocimiento de fracaso, sino para recuperar legitimidad y ganar el tiempo político que necesitará para terminar bien su administración, antes que pueda, por omisión, convertirse en fracaso.
Estrictamente Personal
Osorio y Videgaray, el dilema de Peña Nieto
COLUMNAS ANTERIORES
Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.