Cronopio

Ayotzinapa y el activismo judicial

Roberto Gil Zuarth opina que la decisión del Tribunal Colegiado sobre el caso Ayotzinapa es un fútil campanazo para agradar a una audiencia ansiosa por un sentido de justicia.

Los jueces crean derecho. No son, como habría sentenciado Montesquieu en su clásica formulación del principio de división de poderes, la boca muda que pronuncia las palabras de la ley. La función del juez no es la deducción autómata de un silogismo. Cuando construye una regla para pacificar un conflicto, el juez define los alcances de todos los contenidos normativos disponibles en el orden jurídico. Elige un conjunto de razones para decidir sobre un caso concreto. Da sentido a las palabras, fija y pondera los principios en tensión, mide las implicaciones de una u otra solución. Sus sentencias se integran al sistema e impactan en la validez de otras normas. Alteran el entendimiento de la Constitución y de la ley sancionada democráticamente. Detonan el cambio jurídico con el gatillo del precedente.

El Estado constitucional ha alterado sustancialmente el papel del juzgador. La supremacía de la Constitución, la apertura del sistema a las fuentes internacionales y las garantías difusas sobre el material axiológico que significan los derechos humanos, se traducen en un mayor protagonismo del juez y, en buena medida, en el desplazamiento del legislador como depositario monopólico de la función evolutiva del derecho. El juez no ha de esperar al legislador, ni depende de la ley para determinar los alcances de un derecho. Más aún, el juez puede sustituir la omisión del legislador o fijar directrices a su actuación con el propósito de hacer valer la eficacia de un contenido fundamental. La función de los jueces no es la conservación pétrea de la literalidad de las normas o el significado que tuvo al momento de su creación, sino la adaptación a realidades cambiantes y a la condición plural de las situaciones de dominio. Bajo las premisas del constitucionalismo democrático, el activismo judicial es un mecanismo para expandir la fuerza normativa de los derechos y de los principios que una comunidad reconoce como directrices necesarias o indisponibles de su convivencia. Es la predisposición de los intérpretes para evitar que los enunciados normativos no sean meras fórmulas retóricas: la sentencia vinculante que se opone al veredicto de la mayoría, que sacude a la mayoría para decidir, que abre una discusión social sobre el deber ser.

Pero el protagonismo judicial no se debe confundir con el creacionismo caprichoso. Los jueces están igualmente sujetos a las restricciones que el propio Estado de derecho impone para impedir la concentración de poder y salvaguardar la libertad. Interpretar las normas, definir la regla del caso, decir la última palabra no es patente de corso para la arbitrariedad. Si el legislador o la administración se encuentran constreñidos por la capacidad depuradora de la judicatura, los jueces tienen un especial deber de autocontención, sobre todo de aquellos cuyas resoluciones no pueden ser revisadas por otros órganos. La legitimidad de la función judicial depende de la confiabilidad de sus fallos, de la eficacia de sus determinaciones para corregir y ampliar los ductos democráticos de deliberación y decisión, de la sensatez institucional de su conducción. Es la legitimidad de ejercicio por la prudente aplicación de la dosis de poder conferido.

No veo razón garantista en la reciente decisión de un Tribunal Colegiado sobre el caso Ayotzinapa. No encuentro un motivo alentador de activismo judicial. No advierto en sus consideraciones más que un fútil campanazo para agradar a una audiencia ansiosa por un mínimo sentido de justicia. Un caso que se activa por indicios de tortura, pero que acaba proponiendo comisiones internacionales de la verdad. Una sentencia que desnaturaliza al juicio de amparo por sus efectos, ininteligible por sus brincos argumentales, absurda como precedente útil. Una resolución que se entiende a sí misma como libro de sugerencias y no como mandato. La deconstrucción más honda de los deberes del Estado para encontrar la verdad y castigar a los culpables. Creacionismo judicial que no abre brecha para corregir, ampliar o innovar. Otra oportunidad perdida para convertir una tragedia en pedagogía social.

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