Cronopio

Elogio de la derrota

En el pasado, en cada candidatura fallida del PAN se tejía la capacidad para ponerse de pie y volver a empezar. Éstas no eran de los panistas, sino del partido.

Una derrota electoral no es delito. El fracaso en una jornada no es ofensa al partido. Un revés en las urnas no es traición. Los panistas de la primera hora lo sabían bien. Se prestaban a campaña con la única certeza de que perderían la elección y, en muchos casos, hasta el prestigio. Sus heroicos descalabros eran, en realidad, victorias culturales, como solía repetir Carlos Castillo Peraza. Nuestros candidatos eran la personificación de un argumento ético mucho más trascendente que el objetivo político del cargo público: la primacía de la persona, la defensa de sus libertades, la construcción de un espacio público cimentado en principios compartidos, la hechura pedagógica de la democracia. Sin la derrota presidencial de don Luis H. Álvarez, el PAN quizá no habría dado el paso hacia su institucionalización; sin la derrota de Barrio en Chihuahua, no se le habría reconocido el triunfo a Ruffo; sin la derrota del Maquío, el sistema autoritario difícilmente se habría desquebrajado. El PAN arribó a las presidencias municipales, a las gubernaturas o a la presidencia de la República en la espalda de cientos de candidatos testimoniales, de esas campañas precarias y malogradas, del sacrificio personal que ponía rostro al esfuerzo colectivo.

Porque venimos de esas historias de derrota, nuestra primera consideración a los candidatos panistas era la gratitud. El registro de una deuda. El saldo positivo de una aportación que seguramente daría frutos en el futuro. El reconocimiento generoso por la osadía electoral, pero también por la experiencia heredada a la organización. Los días de campaña, los discursos y debates, las anécdotas de persecución o de fraude eran el acervo más preciado del partido para enfrentar el siguiente desafío. Aprendimos a improvisar en la organización de los mítines porque muchas veces los adversarios nos cortaron la luz. Llevábamos nuestra comida para no distraernos del deber, cinta adhesiva para sellar paquetes, lámparas para sobrevivir en la oscuridad de las casillas como previsiones frente a lo que en otros momentos sufrimos como vulnerabilidades o desventajas. Nos entrenamos en la resistencia civil pacífica, porque muchos de nuestros candidatos no dejaron de insistir en su causa hasta el final. En cada candidatura fallida se tejía nuestra capacidad para ponernos de pie y volver a empezar.

Esos ejemplos moldearon a lo largo del tiempo una tradición en el PAN: las candidaturas no eran de los panistas, sino del partido. Eran deber, no privilegio. Donde no teníamos oportunidad de triunfo, siempre habría un panista dispuesto a dar la batalla. Si afuera, en la sociedad, había alguien mejor, el partido sentía el deber de invitarlo y postularlo. Nuestra vocación cívica se cifraba justo ahí: en la disposición del partido para reclutar el liderazgo social, para servir como vehículo de participación, para empujar hasta a los más escépticos del cambio posible. Cuando teníamos dos o más compañeros con una legítima aspiración, había una regla indisponible que evitaba el capricho o la imposición. La rivalidad natural entre políticos de profesión se sometía a las reglas de la competencia plural y al veredicto indisputable de una decisión por mayoría. La unidad era la consecuencia de un proceso justo que hacía llevadero el dolor parcial del resultado. Partes que se pueden pacificar porque compitieron en buena lid. Compañeros que encuentran motivos para continuar juntos, porque nadie tuvo que quemar para siempre sus naves.

La responsabilidad que debe asumir Ricardo Anaya no es la de haber perdido como candidato la elección. Si algo se le debe reconocer es que hizo todo, hasta lo que no debió, a costa del partido, con tal de ganar. La deuda de la dirigencia actual está muy por encima del retroceso electoral. Su responsabilidad es haber olvidado que el partido está antes que el apetito personal. Si algo tensó al partido es haber puesto a toda la organización al servicio únicamente del regreso a Los Pinos.

El sacrificio de nuestras más caras tradiciones democráticas, el desprecio al ejemplo de los muchos que hicieron posible la alternativa panista, la desmemoria a las duras bofetadas de realidad que resistieron esos candidatos, que sólo competían con el ímpetu de su convicción y la fuerza de su esperanza, la subordinación de las causas de muchos al sueño de uno.

El primer paso para reconciliar al partido es entender nuestra derrota. No hay obra humana infalible. El partido, sus estrategas y candidatos tendrán siempre yerros y aciertos, triunfos y victorias. En democracia nadie puede asegurar el récord del invicto. No debemos rasgarnos las vestiduras en los hubieras. Pero lo que sí podemos corregir son los vicios que han extraviado al partido. Nunca más un dirigente puede tener la ocasión o la ventaja de apropiarse de una candidatura. Nadie debe tener el derecho de creer que todo lo común le pertenece. El partido no debe tolerar jamás que un dirigente se beneficie de una licencia por 24 horas para designarse como candidato a senador plurinominal. El partido debe cuidar que nadie se vaya por falta de una oportunidad. Este partido no es hotel de paso. En el PAN, antes que un Álvarez Icaza, siempre un Bravo Mena.

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