Cronopio

La nueva banalidad del mal

La crisis de los niños separados de sus padres en EU pinta de cuerpo entero la facha fascista de Trump, y la diplomacia mexicana tiene el deber ético de combatir toda forma y manifestación de tiranía autoritaria.

Las escenas no se prestan a la interpretación. Decenas de niños enjaulados. El viacrucis de lágrimas e impotencia de padres y madres por no saber el destino de sus hijos. La frialdad con la que un régimen pretexta el deber de aplicar la ley. Trágicamente, esta escena la tenemos en la nariz. Tan lejos como nuestra frontera. No es una o dos familias, en los últimos meses van más de dos mil. Y no afecta sólo a mexicanos sino a cualquier familia 'ilegal'. Es una crisis que pinta de cuerpo entero la facha fascista de Donald Trump.

Más allá del debate actual en Estados Unidos, esto es una política deliberada y la consecuencia de 20 años de malas decisiones. Los adultos enviados a prisión o deportados. Un buen número confinados en instalaciones federales de alta seguridad. Sus hijas e hijos perdidos en el laberinto del sistema de foster homes. Vulnerables, sin un entorno de protección o el mínimo consuelo a su circunstancia. Todo sin que padres, hijos, o el propio gobierno tengan idea del destino de unos y otros.

Pero la banalidad del mal se escuda en la ley. La secretaria de Seguridad Interior, Kirstjen Nielsen, defiende la práctica como imperativo legal. El Congreso ha penalizado la migración y, por tanto, esos niños son infractores que deben asumir las consecuencias de haber nacido en Guatemala. Es la justificación de la crueldad en la orden de la autoridad. Justamente, lo que Hanna Arendt observaba en el juicio de Eichmann: el brutal vacío de un mínimo sentido de compasión frente al otro.

La dimensión humana de la tragedia ha sido expuesta y aprovechada por los adversarios políticos del presidente Trump. Movilizaciones sociales en las fronteras y alrededor de los centros de detención migratoria, la denuncia activista de los defensores de los derechos humanos, la esperable reacción de indignación demócrata, y hasta la propia coalición republicana empieza a mostrar fracturas. ¿Quién puede defender a un presidente que le esconde un hijo a sus padres? ¿Qué autoridad puede concebir así la dimensión de su poder? ¿En dónde gravita esa duda que nutre la ética de la responsabilidad?

El gobierno mexicano y su canciller tardaron demasiado tiempo en condenar esta atrocidad. Muy probablemente, ese silencio es el reflejo de ese mezquino cálculo de no incomodar la relación con Trump. Otra vez la apuesta fallida por intentar persuadir con seducciones palaciegas al tirano. La incapacidad para fijar posiciones basadas en principios, antes que el pragmatismo de los intereses de corto plazo. La claudicación a hacer creíble la probable represalia. La falta de imaginación para plantar cara con mayor dignidad. La derrota anticipada del que no encuentra una manera eficaz para defender su causa.

La política migratoria del hemisferio está rota. No es exagerado afirmar que estamos frente a auténticas tragedias humanitarias. La criminalización de la migración revela el fracaso de un mínimo entendimiento sobre cómo enfrentar el imparable flujo de personas hacia nuevas oportunidades. La sordera entre naciones expulsoras y receptoras que no son capaces de asumir que las soluciones pasan necesariamente por la corresponsabilidad. Norteamérica no necesita muros sino más integración económica. Una suerte de Plan Marshall que promueva el desarrollo de instituciones, la apertura de mercados, la rehabilitación de los Estados como proveedores de bienes y servicios públicos. Necesita crear soluciones a la violencia endémica que desplaza a comunidades enteras. Entender a la migración como un problema de desigualdad global.

México debe doblar la apuesta a Trump. La política migratoria debe estar en el centro de cualquier negociación comercial o de cooperación. El mayor esfuerzo político posible para movilizar la indignación del pueblo norteamericano y de la comunidad internacional por cada familia rota. Porque, como sugiere la historia de Gilberto Bosques, la diplomacia mexicana tiene el deber ético e histórico de combatir toda forma y manifestación de la tiranía autoritaria.

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