Rolando Cordera Campos

De austeridades y realidades

La austeridad no puede ser entendida como sinónimo de pobreza generalizada; tampoco como renuncia a la promoción de la educación, la ciencia y la cultura.

Cuando se decretó la austeridad como política del Estado, hace poco más de tres años, lo más sobresaliente fue la rapidez con que la consigna se adoptó, por los más diversos actores, y se instaló como verdad teologal en los más diversos planos. Fue como si hubieran pasado años de discusión política y movilización social reclamando austeridad, luego de lustros de desperdicio y jolgorio. Nada de eso había ocurrido, una vez que la administración de la abundancia se probó fórmula equívoca y efímera, allá por 1982.

Luego de aquel infausto año, lo que primero se impuso fue un ajuste draconiano al viejo estilo ortodoxo, cultivado entonces por el FMI y sus discípulos, y una vez constatada su ineficacia siguió una estrategia sui géneris —ni ortodoxa ni heterodoxa— que evitó un desplome mayor al sortear la hiperinflación.

La medida se hizo con cargo a una inclemente congelación salarial, la continuación de la restricción fiscal y el uso más o menos libérrimo de lo que nos quedaba de reservas, para sostener la apertura externa y la importación masiva de bienes de consumo, contrarrestar los oligopolios y lograr algún nivel aceptable de estabilidad de los precios internos. Ahí y así empezó otra historia que se ha vuelto costumbre y cultura.

Los emolumentos laborales se redujeron y se quedaron en el piso, mientras que el salario mínimo se alojó en los sótanos para volverse ignominiosa unidad de cuenta para todos los fines. La ocupación se volvió variable de ajuste de la pobreza salarial generalizada y el empobrecimiento se instaló como informalidad, subocupación y al final una brecha laboral millonaria que hoy aqueja a poco más de 11 millones de mexicanos en edad de trabajar. Y todo esto se volvió manera de ser y vivir y, obligadamente, de mal crecer hasta llevarnos a celebrar las décimas y centésimas adicionales de un crecimiento esperado y nunca realizado.

La austeridad se instaló como forma de vida aunque sin equidad alguna. El vivir apenas por encima de la pobreza se implantó como virtud y la vulnerabilidad, definida por la carencia de accesos garantizados a los bienes públicos esenciales, como la salud, la seguridad social o la educación pública, una constatación reiterada de la deuda histórica del país con su mayoría. Aunque no siempre reconocida.

Hasta aquí hemos llegado y la interiorización hasta festiva de la austeridad como variable estratégica y propósito universal se ha vuelto verdad y pensamiento único. Una desgracia social mantenida y un oprobio flagrante a la democracia que no puede ni debe olvidarse.

La austeridad no puede ser entendida como sinónimo de pobreza generalizada. Tampoco como renuncia a la promoción de la educación, la ciencia y la cultura. Una austeridad que sostiene una injusticia fiscal como la que nos caracteriza y define es una simulación y un engaño.

Para devolverle a la austeridad su valor histórico y cultural, ahora también ambiental, es indispensable ponderar las políticas supuestamente inspiradas en ella con la inmovilidad social imperante y la pobreza masiva que inunda las ciudades sin abandonar las consabidas arenas del llano y la montaña. Un progresismo que no problematice la austeridad desde el mirador de la injusticia social no vale la pena.

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