Sirenas periodísticas cantan el próximo adiós de Miguel Ángel Mancera, el jefe de Gobierno (es un decir) que quiso pintar de rosa una capital, hoy con pronóstico nublado.
El justo balance de esta administración es una hoja que será rellenada por el tiempo. Aún falta, pues, para dimensionar las virtudes y los estropicios de un modelo de gobernar (es otro decir) que tuvo en la privatización de espacios públicos y no pocos servicios, su columna vertebral.
Mancera convirtió a la Ciudad de México en un escenario para las marcas y ante los cuestionamientos eligió para sí mismo el papel del incomprendido. Desde tan comodina postura, respondió a las crisis con idéntico motor: descubierto en falta o evidenciadas polémicas decisiones unilaterales, regateaba a sus críticos toda razón, al punto incluso de desafiar el sentido común.
Los ejemplos más recientes fueron la ciega defensa de sus pilares policiacos: no aceptó errores en la detención de una persona acusada de asesinato incluso después de que se probara que ese ciudadano estaba en el extranjero cuando se cometió el delito. Semanas después, en el caso del joven Marco Antonio, salió tarde y mal a cantinflear a la defensiva.
Fueron estos los años de una rueda de la fortuna sin suelo ni sentido y del intento (no conjurado) de privatizar parte de la tercera sección del Bosque de Chapultepec. Del regreso de las contingencias ambientales y del retorno de la sumisión frente a otros poderes: Eruviel Ávila le llegó a poner un par de estatequieto.
El policía metido a político que no aprendió a dialogar con los vecinos, el jefe de una entidad que se deslumbraba, una y otra vez, ante famosos y poderosos.
Privatizó no sólo el Zócalo, sino también la reconstrucción: ha entregado (¿sin reversa?) a tres cuestionables diputados (Toledo, Romero y Luna) las llaves del patrimonio de cientos de familias, el futuro de demasiados conjuntos urbanos.
Se afanó en tener una constitución sólo para luego abandonar a su criatura en la boca de los lobos de la Asamblea Legislativa, que han legislado en contra de la letra y del espíritu de lo que quiso que fuera su legado.
Abusó de figuras discrecionales para modificar, sin decir agua va, céntricos enclaves, y receló en todo tiempo de las críticas al modelo depredador de negocios como el de las multas de tránsito. De su tolerancia a un Invea discrecional, ni hablamos.
Al llegar prometió que buscaría que el centro del país tuviera un escudo anticrimen. Qué tiempos aquellos, el reto de seguridad en la capital le parecía pan comido. Hoy su filosofía es un rezongo: quéjense con quien ordenó liberar a los presos no juzgados, yo que ustedes me compraba una nueva cerradura. Cuídense que el gobierno no los cuidará.
Reprobado en el frente interno, desde hace años busca, allende Cuautitlán, los diplomas y el reconocimiento que aquí no logrará.
Cedió el Centro Histórico para que se utilizara de estacionamiento del presidente, comió tortas en operativos federales contra maestros, impidió la protesta social en la plaza mayor, quiso regalar la avenida Chapultepec y nunca resolvió cabalmente el asesinato de un fotoperiodista.
Dejó sin arreglo, mecánico ni judicial, el fiasco de la Línea 12 y ofreció silbatos a quienes enfrentaban violencia machista. Prometió mejorar un Metro desbordado y los microbuses nunca dejaron de imponer su salvaje reino. Y del compromiso que hizo, de que al final de su tiempo viviríamos en una mejor ciudad, ya cada quien tendrá su opinión.
Adiós Mancera, autonombrado espectador del terremoto, amigo de inmobiliarios, regente de los VIP y el alcalde de las excusas que no incrementó el orgullo de ser chilango.