La Feria

AMLO: triunfo anticultural

Salvador Camarena escribe que la discusión tras la marcha por la cancelación del NAIM no era sobre la causa de la misma, sino sobre la procedencia socioeconómica de los manifestantes.

Andrés Manuel López Obrador habla mucho, casi todos los días, a distintas horas y casi de cualquier tema.

Desde hace muchos años, al menos desde que con videoescándalos (2004) y un desafuero (2005) intentaron sacarlo a la mala de la competencia presidencial, López Obrador incide con fuerza en el espacio mediático, hace trabajar horas extras a las redacciones, enciende las redes sociales y, aunque no necesariamente con los mejores argumentos, suele dominar en los debates.

El hoy presidente electo nos hace hablar, opinar, discutir, criticar, polemizar e incluso denostar. Pero, ¿nos hace razonar? ¿Provoca debates con algún provecho? ¿Tras esas discusiones surgen acciones cívicas o institucionales? ¿Nuestra actual conversación pública es algo más que una alharaca?

Miles de personas salieron ayer a protestar –principalmente– por la cancelación del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México.

Se trató de una manifestación en la que estuvieron grupos que no suelen tomar las calles para expresarse. Sin duda es una buena noticia que más en México hagan uso del derecho de manifestación. Tan legítimo eso como el derecho a criticarlos. Salvo que las críticas se pierden –mayormente– en la trampa de la polarización, en la trampa tendida por AMLO.

Porque la discusión de ayer no era sobre la causa de la marcha (el rechazo a una caprichosa medida de un –de facto– gobernante), sino sobre la procedencia socioeconómica de los manifestantes, su supuesto silencio ante otras causas y agravios sociales, y algunas expresiones xenófobas o clasistas que también se vieron en la manifestación de este domingo.

Y ahí estamos, donde López Obrador nos quería tener. Qué mejor para un político con poder que la división sin puentes de diálogo, que el mantener a todos en una cháchara que sería vacua si no fuera porque alimenta prejuicios e impide (o al menos encarece) el entendimiento y los acuerdos.

Andrés Manuel López Obrador quiso dividirnos entre fifís y pueblo bueno, y ahí la lleva.

Unos se dicen fifí a mucha honra y otros, sin llegar a proclamarse en público como los representantes del pueblo bueno, asumen que, por derivada, si los fifís están históricamente errados entonces a ellos corresponde el lado luminoso del momento.

De uno y otro lado tenemos ejemplos de estos gestores de ruido. Son detractores profesionales del interlocutor y han visto en el triunfo de AMLO su mejor oportunidad: nunca los matraqueros estuvieron tan cotizados. Ese es el oficio que hoy abrazan. Entender al otro es un lujo pequeñoburgués que no pretenden darse; la máxima de esta revolución –asumen ambos bandos– es evidenciar al diferente, y habrá likes extra si se logra ridiculizar al otro; alto esgrima verbal carente de sustancia, la lógica al servicio del bullying, cuán brillante fue lo que dije para lograr callarlos, qué importa que de ello nada surja.

Son políticos (con puesto y sin puesto) que no gravitan en la política, son periodistas que se asumen llamados a la primera trinchera de esta guerra de egos, son activistas que juguetean con el fuego de la crispación. Estrellas de un momento sordo que más que a nadie conviene a AMLO.

La marcha de este domingo recorre la ruta que tantas otras marchas han recorrido. Nadie quiere cuidar la buena noticia de que haya más manifestantes en un país con histórica pachorra ciudadana. Nadie quiere bajar del pedestal y tratar de escuchar a otro mexicano.

Hay que admitir que de esto último el presidente electo no tiene mayor culpa. En su astucia, aprovecha y alimenta añejos resentimientos y recelos clasistas.

López Obrador, el que arrasó otras fuerzas políticas y tiene temblando a no pocas instituciones, apunta un tanto a su favor. Traemos extraviado el afán de encontrar las categorías que nos expliquen lo que vivimos, su origen y sus alternativas. Quién necesita reflexión cuando hoy todo se trata de ser fifí, antififí, profifí o wanafifí, etcétera.

Con una discusión tan devaluada, que nadie se sorprenda de que las políticas resulten chafas, ocurrentes, estrambóticas y, sobre todo, carísimas en costos para todos. Si a lo más que llegamos es a la etiqueta facilona, al insulto zafio, al clasismo, al protagonismo engolado, qué fácil la tendrá el nuevo gobierno, instigador de este triunfo anticultural.

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