Andrés Manuel López Obrador le lleva seis años de ventaja a cualquiera que se vea hoy a sí mismo como candidato a convertirse en un real adversario político del próximo presidente de la República.
Más allá de sus orígenes, el AMLO del 2017-2018 nació en noviembre de 2012, cuando junto con sus colaboradores del Movimiento Regeneración Nacional se lanzó a la aventura de transformar una agrupación política –Morena– en partido.
Con dos derrotas presidenciales a cuestas, peleado con quienes se adueñaron del PRD a nivel nacional y con poco en común con los gobernadores perredistas electos ese año (Tabasco, Morelos y Ciudad de México), Andrés Manuel trazó entonces una línea de acción política que le dotó de una estructura partidista en la que no tiene, ni tuvo nunca, contrapeso, resistencia o siquiera disidencia.
¿Quién vio venir en aquel momento a López Obrador de vuelta? A decir por el trato desdeñoso que reiteradamente le aplicaron Arturo Núñez, Graco Ramírez y Miguel Ángel Mancera –idéntico al que le dispensarían importantes tribus perredistas como la de los Chuchos o la de Héctor Bautista–, nadie en el PRD creyó que al dejar ese partido, en septiembre de 2012, AMLO lograría en el futuro algo más que ser el líder de una fuerza testimonial.
Pero antes de que algunos terminen de convencerse de que López Obrador ganó "porque ya le tocaba", "porque tenía el discurso correcto luego de un sexenio de corrupción" o porque supo capitalizar el enojo ciudadano que se expresaba minuto a minuto en "las benditas redes sociales"; antes de que supongamos erróneamente que a AMLO se le alinearon las estrellas –internacionales: "en todos lados están ganando los populistas", o locales: los candidatos del PAN y del PRI no pudieron ser más bisoños–, antes de todo ello, y sobre todo si alguien en México quiere comenzar a definir un camino alternativo al morenismo, entonces conviene tener muy en mente que desde muchos meses previos al 1 de julio Andrés Manuel fue capaz de montar una estructura que desde abajo, a nivel seccional, con asambleas en todos los 300 distritos del país, con trámites electorales saldados minuciosamente, con gente –no solo él, sino decenas– recorriendo todo el territorio, fue que pudo no sólo obtener el registro en 2014, sino ganar espacios en San Lázaro y en congresos estatales a partir de 2015. Y que, por si fuera poco, esa estructura fue afinada en 2017 luego de derrotas tan dolorosas como la sufrida en la elección estatal de ese año en el Estado de México.
El resto es historia pero una historia muy mal contada entre nosotros. Una historia que no le quiere reconocer a los morenos que lograron las mayorías en el Congreso de la Unión y buena parte de los legislativos estatales no por la fuerza de la tercera candidatura presidencial de Andrés Manuel, sino porque en esa coyuntura –en la creada por el desprestigio de panistas y priista–, López Obrador no sólo tuvo la fortuna de venir por la revancha sino que lo hizo aupado en una maquinaria perfectamente aceitada.
Lo que nos lleva a la cuestión del futuro. Que cada quien saque las cuentas de si con los actuales partidos –PRI y PAN, y eventualmente Movimiento Ciudadano, porque los demás son virutas políticas– se puede aspirar a construir nuevos equilibrios políticos o si toca emular a López Obrador y comenzar de cero en la erección de nuevos movimientos y eventualmente nuevos partidos.
Ese es el reto que supone la presidencia de López Obrador. Es menester revisar lo que se tiene en cuanto a organizaciones sociales, y desechar aquellas que, así sean históricas, resulten hoy irrelevantes. Llevará años, quizá no seis, pero años, construir nuevos partidos, sin embargo, tomará aún más si no se comienza pronto, si no se entiende que con los actuales partidos sólo gana Andrés.