Los zombies no salen en la foto. Además, a los zombies todo mundo les huye. Quién va a querer acercarse a un zombie si éste te puede llevar con él al limbo donde ni estás, ni no estás.
La regla es que los vivos dejan en paz a sus muertos, y estos no suelen molestar a aquellos. Todo lo contrario ocurre con un zombie, que como ni se ha ido ni se cuenta con él, estorba si de dejar atrás el pasado se trata. Así el Partido Acción Nacional con Ricardo Anaya Cortés.
El PAN es el único partido que no ha iniciado la asimilación de la derrota. Si fuera un meme, Acción Nacional es el John Travolta de Tarantino: mira para un lado, mira para el otro, sin saber qué sigue.
El PRD ha mostrado en estos días que intentará anudar lo que ha quedado de sus tribus. Dialogan, hacen foros y hasta se toman una fotografía de reconciliación: aparece en ella incluso Silvano Aureoles, que en la campaña declaró su apoyo a un candidato contrario al del Frente en que se integró –o habría que decir se desintegró– el perredismo.
Movimiento Ciudadano, por su parte, ha presentado ya su agenda legislativa, listado ambicioso y moderno, digno de una fuerza que no se desdibujó a pesar del torbellino de Morena. Son pocos pero podrían hacer ruido y más que ruido, podrían evidenciar a los morenos si a la hora de la verdad los partidos del próximo presidente regatean el alcance de iniciativas en materia de derechos y austeridad.
Honrando su fama de disciplinados y formales, mientras tanto, las bancadas del PRI sonríen en medio del hundimiento del Titanic. Mientras haya vida política hay esperanza, y tantas veces han vencido las sentencias de muerte, que habría que aguantar un poco antes de dar a los priistas por aniquilados.
Y mientras todo eso ocurre, Acción Nacional es un archipiélago sin puentes ni conexiones. Algunos gobernadores por un lado, otros por otro. Panistas dictando cátedra en artículos que sudan nostalgias de un pasado irrecuperable. En tal panorama hay una ausencia que no permite al blanquiazul iniciar el duelo y evaluar opciones de futuro.
Más que Gustavo Madero, el panista del sexenio es Anaya Cortés. En el peñismo todo lo tuvo, y en el peñismo todo lo perdió. O al menos hasta hoy eso es lo que se puede concluir.
Ricardo logró no sólo la candidatura presidencial, sino –más importante– el control de los aparatos del partido.
Pero la derrota del 1 de julio demostró que su modelo unipersonal tenía un límite. Todo eso que le posibilitó escalar y hacerse del tablero panista, hacerse incluso de la candidatura del Frente, esa manía hipercontroladora que le sirvió en la carrera de fondo que fue el sexenio, resultó ineficiente a la hora del sprint que es una elección de tres meses.
Derrotado, Anaya desapareció del escenario sin reparar en que su responsabilidad para con Acción Nacional no había terminado el 1 de julio. Él no es Josefina Vázquez Mota en 2012, nada de lanzarse a descansar en un refugio europeo tras la derrota.
Con la ausencia de Anaya ha resultado evidente que el PAN necesita refundarse para no depender de alguien que al salir ni las llaves dejó; de alguien que aunque se fue, ocupa todo el espacio, al punto que ni el presidente formal cuenta. Anaya debió quedarse a ayudar a los suyos a procesar la derrota, o debió renunciar al liderazgo y abrir los espacios a quienes puedan aportar algo distinto. Anaya debió no convertirse en el zombie que no permite a los panistas enterrar al 2018 antes de que éste los entierre a ellos.