El resultado electoral del 1 de julio fue calificado por muchos como un tsunami. Una oleada que arrasó todo el panorama conocido. No se sabe si quienes eligieron esa palabra también querían subrayar que los comicios dejaron una realidad de destrozos.
Tsunami es un término útil si nos referimos a lo que le ocurrió en esa jornada a los tres partidos exprincipales de México: llegó el mar de votos morenos y los ahogó.
Casi cuatro meses después de esa fecha, el Partido Acción Nacional, el Revolucionario Institucional y el de la Revolución Democrática no han terminado de recoger los pedazos de lo que fueron sus realidades hasta el primer domingo de julio.
Encima, la resaca de este golpe no ha terminado. Mientras Morena se muestra como una fuerza capaz de seguir arrastrando posiciones (lo mostró en su alianza con PVEM y Manuel Velasco, y en la zanahoria y el garrote que le va a ofrecer a los gobernadores), los otros partidos a duras penas han logrado medio ponerse en pie, no sin crisis internas –como las renuncias en cuestión de horas del número dos y uno de la dirigencia en el PRD–, o las escaramuzas panistas por la repartición de lo que Ricardo Anaya no se llevó.
Dejando de un lado el caso del diezmado PRI, partido al que por definición no se le puede demandar una congruencia ideológica, el problema con el PRD y el PAN es similar: ya no son la promesa política que alguna vez los hizo no sólo atractivos, sino necesarios.
PAN y PRD nacieron no sólo como opositores del régimen priista, sino como organizaciones que se asumían alternativas a la corrupción (por no mencionar la criminalidad), el clientelismo y la inoperancia del sistema tricolor.
El Partido Acción Nacional era hasta hace no mucho una organización de personas con una bien ganada fama de valentía y decencia, misma que se forjaron a partir de luchas cívicas por el respeto al voto y a sus valores. De la estela de las batallas ciudadanas en Sonora, Chihuahua, San Luis Potosí y Yucatán, entre otras, queda una nostalgia hueca. El ejercicio del poder, en efecto, pudo al PAN más que las derrotas: evidenció que el estilo panista de gobernar no es distinto de las chapuzas del tricolor. A ver quién defiende, por mencionar algunas, a las administraciones de Sergio Estrada Cajigal (Morelos), Emilio González Márquez (Jalisco) y Kiko Vega (Baja California). A ver quién cree que los gobiernos de Fox o Calderón fueron como para presumir congruencia con el ideario panista.
Por su parte el PRD nació de dos afluentes, de la vieja izquierda y del nacionalismo de algunos expriistas. Proponían sobre todo una oferta de justicia social, otorgar derechos sin condicionarlos a prácticas clientelares, crear una patria para todos, no sólo para unos cuantos privilegiados, ejercer la administración pública sin corrupción, no tolerar prácticas criminales. Casos como el diputado michoacano Julio César Godoy o el presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, administraciones como las de Miguel Ángel Mancera o Mauricio Toledo en la capital, se convirtieron en antiejemplos del ideario del sol azteca.
Con ese récord a cuestas, luce muy cuesta arriba que PAN y PRD puedan reinventarse. No habrá oferta de reforma que sobreviva al contraste entre lo que ofrecían y lo que son –porque nunca purgaron a los malos elementos, nunca corrigieron rumbo, nunca fueron lo que prometieron.
La política mexicana se ha quedado sin diques. PAN y PRD difícilmente van a poder recuperar algo del prestigio de antaño. Aunque tengan posiciones, sin prestigio no lograrán reunir la fuerza necesaria en medio de la tormenta que se avecina con Morena arrastrando todo a su paso.