La elección parece no haber terminado. Las jornadas de octubre se suceden con la misma polarización que se vivió el año previo al 1 de julio. Todo es proAMLO o antiAMLO. No hay espacio para los moderados, no hay tregua en el ejercicio cotidiano de descalificación entre bandos. No hay diálogo, pura diatriba. Así ha sido el prólogo, ¿así será el sexenio?
Hace seis años, sin que nadie en la opinión pública se enterara, los priistas tejían con panistas y perredistas el Pacto por México.
Se puede reclamar que tras el anuncio de ese listado de reformas y compromisos, luego no hubo gran debate o discusión, se trató de hacer del Congreso sólo una avenida de aprobaciones en fast track de lo redactado en las mesas de quienes negociaron ese acuerdo; pero no se puede negar que la idea tenía un propósito, no voy a decir noble, pero sí democrático: que los proyectos del gobierno no fueran bloqueados por una oposición miope (como en su momento lo fueron los priistas), que el gobierno incorporara a su proyecto ideas de la oposición antes que pretender ejecutar sólo la visión de los ganadores.
Las reformas no dejaron contentos a todos, ni dentro ni fuera del Pacto, pero sin tener consenso entusiasmaron a suficientes.
Si la implementación de las mismas no fue a más, se debe a que la administración perdió capacidad de maniobra (legitimidad) por la mala respuesta ante crisis como las de las tormentas en Guerrero o la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, o de escándalos como el de la casa blanca, que cimentó la noción de que el gobierno no perseguiría la corrupción ni el conflicto de interés, que a pesar del Pacto por México, toleraría trapacerías de los priistas (los escándalos de los gobernadores priistas no comenzaron en las postrimerías del sexenio), que las reformas reformarían lo económico o administrativo, pero no el sistema político.
Aun así, la administración Peña Nieto fue típicamente priista: al mismo tiempo que enviaba a espiar a activistas y reporteros estuvo, no voy a decir abierta al diálogo, pero sí dispuesta a escuchar voces distintas a la suya; en casos como el de la violencia, representantes del peñismo asistieron a foros y acusaron recibo –si bien cada vez con más evidente desagrado– de diagnósticos diferentes al suyo o críticas a su pobrísimo desempeño. Pero espacios de comunicación los hubo casi todo el sexenio.
Y antes del peñismo, en los seis años de Felipe Calderón hubo diálogo y negociación, en buena medida por la debilidad con la que llegó, en buena medida porque las diferentes crisis que enfrentó le llevaron a ser, a pesar de su temperamento, abierto a dialogar.
¿Qué futuro se vislumbra con la próxima administración? No habrá luna de miel para empezar, porque Andrés Manuel López Obrador parece haber decidido que impondrá su agenda y su visión sobre la misma, sin escuchar ni reflexionar sobre ideas externas, sólo a partir del hecho del triunfo mismo. Y, por el otro lado, aquellos que perdieron desde los primeros días se mostraron poco o nada dispuestos a permitir que el próximo gobierno acomodara las cartas, a darles el beneficio de la duda.
No se trataba de dejarlos hacer todo, pero tampoco se trata de no dejarlos hacer nada. Los ganadores no han querido sumar, los perdedores quieren seguir restando. No hay terreno intermedio. O no hay quien(es) se quieran constituir en eso, en facilitadores del diálogo entre ganadores y perdedores, quizá para no mostrarse como contrarios al próximo presidente, o quizá para no dejar de ser contrarios al pejismo.
Desde fuera del gobierno ¿no vamos a tener un Grupo San Ángel? Desde dentro del gobierno ¿no habrá quién asuma que su trabajo es dialogar permanentemente con los no conversos?
Sombrío panorama el de un sexenio sin puentes. Seis años de ríspidas y poco productivas discusiones. De no sumar ni los unos ni los otros.