Robo a Fernando Campo su idea de contar los últimos días del gobierno de Enrique Peña Nieto. No habrá ya dos lunes de peñismo. Ninguna otra semana comenzará con el mexiquense en la presidencia de la República. Esa es una buena noticia.
Hace siete años hubo una escena que pasó inadvertida a muchos. Ya se ha contado. En la FIL de Guadalajara, minutos antes de que el entonces aspirante priista a la presidencia hiciera el oso monumental, aquel de los tres libros, sus ayudantes pusieron una valla. Ahí, en el territorio de la literatura y el diálogo, ellos pusieron una valla para que nadie se le acercara. La entonces jefa de prensa de la FIL, Miriam Vidriales, la mandó quitar. No sabíamos que era un presagio, un poderoso presagio.
El triunfo del Partido Revolucionario Institucional en 2012 deprimió a más de uno. Expulsados de Los Pinos en el 2000, la mediocridad de dos sexenios panistas, una operación mediática descomunal, el abandono de Calderón a su candidata y la peor de las tres campañas presidenciales que haría AMLO le dieron a México una mala nueva: el PRI regresaba, con vestiduras de partido 'renovado', una cara telegénica, un equipo de tecnócratas de adusto gesto y la idea, un tanto cuanto derrotista, de que no se podía aspirar a más, que lo único para lo que nos alcanzaba era el PRI: serán corruptos, pero son nuestros corruptos.
El primer año del peñismo parecía la confirmación de ese destino manifiesto. Lucían avasallantes hasta con los de casa. La agenda de reformas y un disciplinado ejercicio de los rituales del poder dieron al presidente no sólo una narrativa, sino el pretexto para la soberbia de un grupo que se creía blindado a las críticas y la disidencia.
Mas todo lo que podía salir mal salió mal. Eran de una capilla (con el anexo hidalguense) y se creyeron que el país se gobernaba igual que el terruño. No tenían la altura necesaria para la nación. Un México cambiante y abierto de muchas maneras debía, creyeron, someterse al corsé de las formalidades de una presidencia surgida de un modelo que tiene sus referentes en Arturo Montiel, los negocios con OHL e Higa, el chantaje a los medios, incluso a los grandes, y en premiar la lealtad antes que la capacidad.
Tuvimos entonces un secretario de Gobernación que no conocía México más allá de Tulancingo, un secretario de Desarrollo Social que mandaba al sicólogo a sus críticos en el Congreso, una procuraduría acéfala, una maquinaria de espionaje, una secretaria a la que se le perdían miles de millones de pesos en contratos a universidades, que se sostiene porque su jefe no entiende la corrupción –quizá porque nunca supo que no era cultural, que existen lugares donde no es la norma de la vida pública; un secretario de Hacienda que la hacía de jefe del gabinete y un jefe de la Oficina de la Presidencia que antes que abrirle canales al primer mandatario lo aislaba más. Entre otras cosas, eso tuvimos. Sin mencionar escándalos por compras multimillonarias en Pemex, manejos turbios en Conagua, contratos polémicos en Banobras, socavones y trenes inconclusos y la invitación a Donald Trump.
Tuvimos también a un gobierno que manoseó la deuda, la Corte, el In egi, el INAI, el IFT, el INE, el Trife...
Pero sobre todo tuvimos a un puñado de políticos que pensó (es un decir) que estaban llamados a fundar una nueva casta, que los de abajo los iban a querer porque son pueblo manso que tendría que estar feliz de que los de arriba retraten bien. Que México era una telenovela y ellos, los guapos de la historia. Alfombra roja para las fotos, por favor.
El guion se deshilachó tras la matanza de Iguala y el balconeo de la 'casa blanca'. Casos emblemáticos donde se vio la inoperancia e indolencia, cerrazón y estulticia, respectivamente.
La violencia y la corrupción. Un país en llamas que no salía en las portadas de las revistas que se encandilaron con los Peña. Una sociedad que requería un presidente cercano e interesado en detener la escalada violenta, en contener la impunidad, no uno enamorado del espejo que le inventaban en su refugio presidencial.
El presidente, desentendido de lo que hacían sus gobernadores. El presidente, sin interés en algo que no fuera cortar un listón. El acto de gobierno perpetuo en el peñismo fue: templete, escolta, valla y teleprompter. ¿Y la gente en los eventos? Los pobres, acarreados, los no pobres, en sus corralitos. Un presidente que no presidió al país en la segunda mitad de su largo sexenio. Que puso entre él y los mexicanos una valla, y no porque detrás de ella estuviera, precisamente, gobernando.
Último lunes de Peña Nieto. Y de la valla priista. Comienza una buena semana.