Salvador Nava Gomar

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El columnista escribe su percepción del país a lo largo de los años.

Nací quince días después de la matanza del 2 de octubre, en plena Olimpiada (de ahí que mi segundo nombre sea Olimpo), cuando los jóvenes de París expresaban que debajo de los adoquines está la playa... El departamento que alquilaban mis padres estaba en una tranquila calle de la colonia Del Valle, que ahora es eje vial; entonces nadie cuestionaba en público al gobierno ni podían leerse críticas al todo poderoso establishment.

El hombre llegó a la Luna antes de que cumpliera un año, lo que nunca creyó mi bisabuela. Un año más tarde se separaron los Beatles y Luis Echeverría, el entregado burócrata sin escrúpulos, llegó a la Presidencia contagiado por la ola mundial de izquierda, mientras estrenábamos para el mundo el estadio Azteca. De niño confundía los términos "Echeverría" y "presidente", así mi inocencia y su omnipresencia, brutalmente confirmada con la matanza y desapariciones del 71.

Las olimpiadas de Múnich, en 1972, fueron ensangrentadas por un atentado terrorista, desde entonces acrecentados y más sofisticados, tanto que atestigüé en vivo –en televisión– cómo caían las torres gemelas.

En el 74, Rosario Ibarra de Piedra comenzó su peregrinar por la desaparición de su hijo, integrante de la Liga 23 de septiembre, mientras la gente veía el Mundial de futbol en Alemania.

En 76, llegó a la Presidencia el atractivo José López Portillo, quien ofreció disculpas por el olvido a los pobres e ilusionó al país, quizá tanto como sólo lo ha vuelto a hacer Andrés Manuel, por quien votó mi abuela antes de morir, porque fue el "único gobernante que le dio algo", nos decía.

Recuerdo que JLP no tuvo adversarios en las elecciones, que prometió distribuir la abundancia y construyó una casa descomunal en Bosques de las Lomas, antes de llorar por el saqueo que sufrimos tras fallar en su defensa perruna del peso. Cuando comenzó su mandato dejó de funcionar la cárcel de Lecumberri, pero no las brigadas de inteligencia ni la turbia policía política del régimen.

Miguel de la Madrid ya hablaba de honestidad, pero fue gris; el temblor lo tomó desprevenido y los jóvenes nos unimos para ayudar con mucho ahínco, aunque muy lejano del que vi en mi hijo y sus amigos tras el sismo del año pasado en la misma efeméride. Estuve en el estadio cuando Don Miguel inauguró el Mundial de México 86 y cuando Maradona metió un gol con la mano.

Salinas fue protagonista de la primera elección calificada abiertamente de fraudulenta, pero su inteligencia y eficacia le dieron una legitimidad que culminó con el TLC (que después cambió Trump), pero que perdió de súbito con el levantamiento armado en Chiapas, los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu y el encarcelamiento de su hermano Raúl, lo que ayudó a camuflar el error de diciembre de Zedillo.

Recuerdo la eliminación de los tres ceros en los billetes, el dólar a 12 pesos, infinidad de devaluaciones y una crisis permanente.

Pude conocer el Muro de Berlín y ver cómo lo tiraban. Atestiguamos el término de la Guerra Fría; la creación de la Unión Europea, el nacimiento de los celulares y del Internet.

Fox arrebató con su "despierta México" y celebré que Zedillo permitiera el triunfo de la oposición. Volvimos a ilusionarnos, y a pesar de la buena fortuna con el entorno internacional, el "gabinetazo" no fue tal y los hijos de la señora Marta repitieron las tropelías y abusos de los que tanto se quejó Maquío.

Vi nacer al IFE, al Tribunal Electoral, a la CNDH y al IFAI, en cuyo diseño tuve el privilegio de participar. Estudié cómo evolucionó la expansión de los derechos con la interpretación de la Corte y tuve la fortuna de servir a mi país 10 años como magistrado del Tribunal Electoral, donde vi que todos los partidos son muy parecidos y que a nuestra democracia lo que le falta son demócratas.

Vi la desesperación del presidente Calderón en su lucha contra el narco y la forma gradual en que la decepción de Peña Nieto llevó a la derrota del mejor presidente que hubiéramos podido tener; mientras el PAN se carcomía por la ambición de Ricardo Anaya y el PRD se desmoronaba para integrarse a Morena.

He podido estar con presidentes y gobernadores, legisladores y rectores. He ido a todos los estado de la República; contrastado las dinámicas mexicanas en decenas de países y he visto el empuje de mis alumnos, que seguramente serán mejores que nosotros, pues están más informados y no tienen miedo.

Veo pobreza e inseguridad, corrupción y complejidad, un mundo revuelto y una guerra de guerrillas terrorista y globalizada que la mayoría no entendemos. Me asusta la propagación de las drogas casi tanto como los decapitados y desaparecidos; pero aun así las cinco décadas que he vivido intensamente no han desgajado mi optimismo irredento.

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